jueves, 10 de diciembre de 2015

ISABEL. AVE NADA


Haberle llamado Nada hubiera desatado la incertidumbre y la duda en la entidad así llamada. No al comienzo de los tiempos, cuando aún todo estaba por definir, cuando las palabras no existían y todo poseía significado pero no nombre, sino con el paso del tiempo cuando la palabra “Nada” definiera también, porque así habría de ser, algo que estaría muy presente en el mundo de la entidad sin ser ella misma; y esto le hubiera confundido. Llamarse nada en los tiempos venideros no habría hecho feliz al hombre. Estoy segura de ello.

Fue después de permanecer escrito sobre la tierra largo tiempo y decidido ya que ése sería su nombre, un nombre vacío que a su vez todo contiene, vacío absoluto que permite la existencia de cualquier cosa, de todas las cosas, de todo lo posible, de todo lo imaginado, lo existente y lo venidero; porque eso sencillamente era el hombre, y por ello habría de llamarse Nada. Así, después de permanecer escrito sobre la tierra y decidido ya que ese sería su nombre, observando los dioses que una vez tras otra el obstinado viento borraba el nombre siempre de izquierda a derecha, primero la a, luego la d, después la a y por último la n, susurrando al tropezar entre sí un extraño y desconocido nombre, decidieron hacer caso al viento y escribirlo así de izquierda a derecha: ADAN. Fue entonces cuando el viento no volvió a borrarlo nunca más. Ese habría de ser el nombre Adán, que seguía siendo nada pero al revés, quizá el hombre no llegara a darse cuenta.

En aquel tiempo, donde pocas cosas estaban definidas, y otras muchas aún no existían, la culminación fue la creación del hombre, vacío y lleno de todo, debía hacerse a sí mismo. Estaba nombrado, ahora solo dependía de él ser quien fuera.

Pasaron los tiempos y el hombre caminó muy poco su tierra. Permanecía apegado a su pequeño mundo, rodeado de tierras extensas que desconocía y que no conseguían despertar su curiosidad. La línea que observaba permanentemente en el espacio al final de su mirada, donde se perdía la tierra, no significaba nada para él. No despertaba en él el misterio que contenía. Los sonidos ajenos que le rodeaban tampoco, parecía aletargado, apenas escuchaba. Vivía pero no parecía llenarse de nada de lo que le rodeaba. Llegaron a pensar que su nombre, antes de ser nombrado por el viento, sí le condicionaba, dificultaba su capacidad para llenarse, para aprender. Estaba dotado de todas las capacidades, pero no parecía descubrirlo. Le faltaba esa chispa que le despertara, si no, tal vez el hombre dejaría pasar su existencia sin comprender apenas nada.

Tenían que regalarle algo mágico, algo diferente a él, absolutamente diferente. Debía poseer desde su origen todo aquello que él desconocía, pero debía resultarle familiar para que pudiera confiar, el hombre necesitaba confiar. No les resultaba fácil crear algo distinto pero semejante. Adán había sido el resultado de su sabiduría y su esfuerzo, ¿cómo igualar esto, o mejorarlo? Los dioses tendrían que trabajar duro. Y a los dioses ya no les gustaba trabajar. La nueva creación tendría que llegar ante él sorprendentemente, aparecer ante sus ojos y sobrecogerle. Debía hacer que su presencia condujese al hombre a querer andar más lejos, recorrer otros lugares, descubrir otros sonidos. Despertar su curiosidad para viajar por su mundo, conocerlo y conocerse. Crecer.

Esta creación era importante y difícil. Era la chispa que haría evolucionar al hombre, la chispa que haría de él lo que él quisiera ser. La creación tendría que ser hermosa y saber siempre un poco más. Un poquito más que Adán. Sabría cómo abrir puertas y despertar preguntas, parecer llena de cosas mágicas y útiles, misteriosa para que él se viera obligado a buscar en ella. Con la evidencia de estar siempre un poquito más allá. Así sería la chispa de la evolución. Así nació Ave.

El aspecto de Ave era muy similar al del hombre. Pero llegaría ante él desde arriba, desde el cielo. Esto haría que el hombre no temiera a esa parte alta de la línea que permanecía, pertinaz, al final de su mirada. Aprendería que hay otras maneras de moverse. Llegaría volando porque podría volar, y su voz al nombrarle, sería el conjunto de todos los sonidos que el hombre ya conocía. Su olor sería el olor de todo aquello que le había rodeado siempre. Estaban seguros de que Ave sería bien recibida por Adán.

Nació pues Ave y llegó con la salida del sol. Pero como había ocurrido con el nombre de Adán, ocurrió con el nombre de Ave. Al escribirlo sobre las nubes, la luz del día se empeñaba en oscurecerlo, llenando los cielos de agua y borrando el nombre de izquierda a derecha. Una vez tras otra, el nombre desapareció ante los ojos de los dioses. El agua arrasaba primero la e, después la v y por fin la a. Decidieron entonces que como habían escuchado la voz del viento nombrando a Adán, lo harían ahora con la voz del agua nombrando a Eva. Y así fue nombrada Eva.

Tener alas era una capacidad inquietante, sentía que provenían directamente del alma de los Dioses. Producían un cosquilleo suave en la nuca y en las rodillas. Tenía alas y siempre supo nombrarlas pero no pudo verlas. Al principio.

Eva nació sentada sobre una base suave y cálida, apoyada su espalda en un vacío firme que le hacia sentirse muy segura. No distinguía entre arriba y abajo pero sí sabía que estaba en la parte alta de la parte baja. No se apreciaba ningún sonido, solo la voz de su pensamiento. Ese silencio la reconfortaba. Un aroma dulce rodeaba su cuerpo y la luz enérgica y colaboradora le mostraba el lugar. Lo primero que pudo recordar de su existencia fue el cosquilleo y al hacerlo presente, escuchó con la voz del pensamiento una palabra: Alas. ¡Quizá ese fuera su nombre! Pero, inmediatamente, el susurro acrecentó el cosquilleo haciéndole saber que alas era el nombre de la sensación, de esa sensación, no el suyo. Tenía alas y podía usarlas. Al preguntarse para que servían las alas, el susurro le contestó que para volar. Ella podía volar, aunque no tenía claro qué significaba esto. Se sentía tranquila, las respuestas aparecían siempre inmediatamente después de las preguntas. Intentó ponerse de pie y fue entonces cuando descubrió el significado de la palabra volar. Un impulso seguro y suave la levantó de la superficie y después volvió a posarla sobre ella, firmemente. Sintió la brisa que levantaba el movimiento en su espalda, intentó descubrirlo pero no pudo ver nada. Solo podía sentirlo, con ellas se levantó y emprendió el camino, ¿pero hacia dónde?

Le sorprendía la capacidad que poseía para responderse a todas las preguntas en el mismo instante en que las formulaba. Apenas se producía una duda, el susurro se la despejaba. Alguien más debía estar allí con ella, hablándole al oído, aunque evidentemente no podía verlo. Todo lo que necesitaba saber estaba a su alcance. No tenía porqué preocuparse. Podía emprender el camino. Él le llevaría a Adán y a su destino, pero debía esperar a ser nombrada para que todo comenzase.

Desde esa altura el espacio era inmenso y parecía vacío, solo lo parecía. Debía mirar hacia abajo pero no olvidar que su origen estaba arriba. No debía olvidarlo. La luz daba paso a la oscuridad y ella podía ver en ambas. Era hermoso haber despertado. Era hermoso llamarse Eva.

Eva llegó una mañana con la luz del sol por el horizonte. Apareció ante los ojos de Adán serenamente. Adán quedó paralizado ante esa extraña visión, no sabia que sentir, en realidad sentía muchas cosas, tantas que le aturdían y no sabía nombrarlas. Eva descendió lentamente. Ella sí sabía, sabía que era el impulso que Adán necesitaba para comenzar a hacerse preguntas, para comenzar a saber, para comenzar a nombrar. Al llegar a tierra permaneció de pie sonriendo. No dio ni un solo paso adelante, no era ella quien debía hacerlo. Adán intuitivamente supo que debía ser él quien llegase al encuentro de esa criatura, se puso en pie, y caminando, se acercó a ella.

Desde entonces, la vida ya nunca fue igual. El universo se complicó mucho para él. Comenzó a sentir muchas cosas y a saber nombrarlas. Sintió miedo, sintió dolor, amor, curiosidad y supo siempre qué nombre darles. Pero por más tiempo que vivió con Eva, nunca supo quién era, ¿por qué había venido a su mundo?, Porque el mundo era suyo. Y Sobre todo por qué ella podía volar y él no. Lleno de gran convencimiento, decidió que muy pronto él sabría más que ella y llegaría más alto. Si ella podía él también. Solo con su presencia, Eva le hacía sentirse capaz de todo.

Aparentemente, los dioses lo habían previsto todo. Pero hasta los dioses parecen estar expuestos a lo imprevisible. Confiaron en Eva, pero subestimaron a Adán. La evolución de él había sido creada por ella, pero Adán no supo reconocer esto. Él aprendió rápido, recorrió el mundo, nombró todo aquello que le rodeó, poseyó su mundo, excepto a Eva. Aprendió a controlar su miedo, cada vez más seguro y más capaz. Se sentía orgulloso y valiente y cada vez iba más lejos olvidándose de Eva, que hacía ya largo tiempo que avivaba el paso para poder seguirle. Aunque no era necesario correr. Eva sabía que Adán debía mirarla para seguir adelante en el camino correcto, sabía también que había dejado de hacerlo y que por mucho tiempo se negaría a ello. Por eso avanzaba serena. Su paso en la tierra era más lento que el de Adán porque sabía que, con solo emprender el vuelo, le dejaría atrás. Ella podía volar y no necesitaba correr. Adán nunca había conseguido hacerlo. Podía, pero su deseo era poder volar para superar a Eva, para dejar de sentirse inferior, así lo vivía él. Eva sabía que si Adán hubiera querido volar para acompañarla, haría mucho tiempo que lo habría conseguido.

Acompañar a Adán era tan fácil como difícil. Eva sabía que ella le inspiraba el amor necesario para su evolución, pero también hacía sentir a Adán sensaciones que no eran puras. Adán, al sentarse para descansar, siempre se colocaba enfrente, nunca lo hacía a su lado. Al caminar lo hacía delante de ella, deseaba correr más y dejarla atrás. Quería superarla. Esto entristecía a Eva. Adán no parecía escuchar las respuestas a las preguntas como ella lo hacia. No llegaba a descubrir el cosquilleo en la nuca y en las rodillas. Adán permanecía en una carrera constante y Eva se limitaba a seguirle. Sentía tristeza por él, no parecía descubrir que nunca podría dejarla atrás, ella le alcanzaría solo con un deseo. Tenía siempre tanta prisa por conseguir, tanta prisa... Esto no era lo previsto por los Dioses. Los Dioses y Eva lo sabían.

Ella regresaba al hogar en las nubes para descansar. Cuando el ruido de Adán era atronador y su carrera frenética, Eva desaparecía en el cielo. Adán no sabía que sentir cuando ella no estaba.

El hombre siguió caminando por la tierra cada vez más rápido, mientras Eva le observaba desde el cielo. Hacía tiempo que Eva se había retirado al cielo para poder pensar. Adán nunca descubrió sus alas ni el sentimiento que era necesario para hacerlas funcionar y, tal vez por un designio ajeno a los dioses, Eva decidió no enseñarle el camino al cielo... de momento.

Muchas veces utilizo el subterráneo para cruzar la calle. Es un subterráneo largo como la raíz de un inmenso árbol de tráfico y asfalto. Su olor no es un olor a tierra sino a gente sin hogar, a bebida y orín. A esta hiriente y familiar mezcla huelen las profundidades de mi ciudad. Siempre espero a que alguien lo cruce conmigo, porque me siento insegura y vulnerable, tristemente insegura con la gente que allí descansa y vulnerable ante su mirada ausente, demasiado cansada para prestarme atención. Es un túnel largo y desconcertante. El hombre no ha conseguido escapar de su nombre originario al menos aquí abajo. Yace envuelto en cartón, en papeles de periódicos, protegido paradójicamente por el día a día, por el paso cotidiano de la vida real, de una vida a la que él no pertenece. Sobre su piel las noticias de hoy, o las de ayer o las de hace meses, vestido por un tiempo que parece haberle olvidado. Un hombre que no existe, que se esconde o es escondido por mí, por todos. Un corazón con la mente adormecida por el paso indolente de los días que no vive. Habita abajo donde habitó en el origen, pero abajo es cada vez más profundo, profundo en línea recta. No sé si esto tiene sentido. Ya no cubre el cielo su cabeza sino la tierra. Avanzo sin apenas mirarle. Casi al llegar al final del subterráneo, de entre un montón de cartones surge y se acerca a mí. Con las manos rotas, me escribe su nombre en la pared metálica: Adán.

Y entonces yo no sé qué siento. Pierdo la prisa por salir a la calle. No hay salida ni a la izquierda ni a la derecha, ni escaleras que me conducen al cielo. Solo hay salida si salgo con él. Miro sus ojos y encuentro una historia.

Yo soy nada, me dice él.

1 comentario:

  1. Difícil propuesta esta que hace el ego de una mujer que al final no se considera tan faro firme sola sin el barco al que dirigir. Besos

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