sábado, 26 de diciembre de 2015

ISABEL. ATURULLADA.

La verdad… empiezo a estar perdida con esta palabra.
La escucho, constantemente. La pronuncio, incluso la siento, pero ahora, con más años, no encuentro la definición perfecta para ella. La he perdido.
Viví de verdad y resulto ser una verdad a medias, por no llamarla mentira.
Soñé de verdad y al despertar esa verdad se esfumó.
Sentí de verdad y al volver una esquina ese sentimiento se me quedo enganchado en ella y lo perdí.
Unos me dicen la suya, que no coincide con la de otros, ni con la mía.
Cuantos más paisajes miro más verdades encuentro, distintas y opuestas. Gentes que las defienden por encima de otras que no comparten, y entonces yo me aturullo, y me pierdo, y no se ya cuál es la verdad “verdadera”.
Pienso, analizo y me equivoco. Ya dudo de mi criterio.
Siento y también me equivoco. No sé si de esto dudo.
Quizá el gran error es intentar encontrar esa palabra pura y virgen. Esa verdad que nos aúne, que nos ayude a que todos podamos entendernos. Quizá ese sea el error que cometo. Buscar una palabra con mil definiciones para tratar de encajarla en un solo lugar.
Una palabra con tantas definiciones como voces la pronuncian.
Hoy estoy en un día extraño, donde dudo de casi todo, un día en el que pongo oídos a todas las voces y no me quedo con ninguna. Un día en el que respeto todas esas verdades pero me encojo de hombros y me marcho. Un día en el que dudo…Existen muchas realidades, las que se ven y las que no. Las que se viven y las que se sueñan. Las tuyas y las del otro. Demasiado barullo.
Hoy en verdad, la única verdad tengo, es que la encuentro en todas partes, de maneras tan distintas, que prefiero no pronunciar esa palabra, y lo digo de verdad….

martes, 15 de diciembre de 2015

Ahinoda


Hacía apenas unos días que Ahinoda había celebrado su cumpleaños. Hubo una hermosa fiesta en su reino. El palacio fue engalanado con flores y los habitantes habían sido obsequiados con vinos y frutas. Ése había sido el preciado regalo de su padre.

Ahinoda se había criado en un bello y gran espacio de luz y colores, siempre acompañada por su padre y los escasos habitantes del palacio. Había sido feliz y nunca había preguntado por la ausencia de su madre. No la recordaba y por lo tanto no la añoraba, hasta hace apenas unos días... curiosamente. El día de su cumpleaños, su padre quiso regalarle la historia de esa ausencia, una historia nunca reclamada por ella. Su madre era un nombre vacío, con un rostro plano en un camafeo y un mechón de cabello. Eso era su madre para ella, una imagen muda, y estaba bien así. Su padre en cambio, quería regalársela de otra manera. Era más importante para él que para ella. El había amado mucho a su esposa, Ahinoda simplemente lo había hecho desde el recuerdo que él le transmitía. Nunca le había faltado amor, y como conocía la calidad de ese amor eterno e incondicional, que desde que era muy pequeña, su padre le decía que le había tenido su madre, Ahinoda contestaba que ése era también el amor de un padre, que lo tenía, que ya disfrutaba. Se inquietaba por él, y por darle paz escuchó el regalo. Fue un regalo de voz rota y triste, proveniente de un rostro cansado y mayor. Un regalo de ojos oscuros que se vuelven atrás en el tiempo, se pierden en ese camino. Fue un regalo que le hizo perder la serenidad de la costumbre en su vida.

El día más caluroso del verano, cuando se había recuperado del peso de un nuevo año más, Ahinoda cubrió su cuerpo y su pelo con un brillante y suave vestido color niebla y descalza salió del palacio. Su padre nunca la había visto tan hermosa. Ahora ya era una mujer. Descubrirla así le hizo plenamente feliz. Aunque después nunca más volvió a verla.

Contó su padre cosas extraordinarias llenas de desconcierto. Relatos que no configuraban imágenes en su cabeza. Palabras nuevas venidas de un mundo extraño. Si no hubiera conocido bien a su padre, habría pensado que estaba perdiendo el juicio. Pero sabía que no era así. Sabía que era verdad. Una verdad alejada de todo lo que le había sido enseñado. Ahora su madre aparecía ante sus ojos como un ser inaccesible, escapado para siempre del tesoro de su camafeo. Había desaparecido esta vez para siempre. Ni siquiera en el recuerdo y en el amor de su padre pudo volver a encontrarla. Se le perdió de su vida y se convirtió en una obsesión. Su madre añoró siempre experiencias y sentimientos de mundos lejanos. Su padre supo siempre que soñaba con salir. Pero ignoraba de dónde.


Paseos, largos paseos siempre en círculo alrededor del palacio. Alejándose progresivamente para después regresar. El tiempo de la espera de la llegada lo había vivido caminando en círculo. Siempre fue feliz. No eran paseos angustiosos sino serenos, de encuentro, seguros. Una noche antes del parto, su madre confesó al rey que tendría que dejarle porque ya sabía dónde estaba la salida. Que partiría feliz, inevitablemente. Como feliz debía quedar él tras su marcha. Existía un lugar al que tenía que llegar aunque nadie lograra entenderlo nunca. Le dijo que su hija la encontraría algún día. Que el rey era el origen que haría posible la marcha y que por eso lo amaba. Lo ama profundamente y lo amaría a través del tiempo.

Al nacer ella, tal y como había dicho, desapareció. Su padre se sumió entonces en una profunda tristeza. Llegó a pensar, que quizá al ver a su pequeña hija no se marcharía. Nunca supo quién había sido la reina. La nodriza cuidaba de Ahinoda. El rey pasaba los días y las noches recorriendo los senderos tan queridos y visitados por la reina, intentando comprender lo ocurrido y hallar esa salida que conducía a otros reinos. Pero siempre encontraba los mismos, aquellos que conocía desde niño. No encontraba sentido al caminar en círculo bordeando el lago que rodeaba el palacio. Esa imagen del paseo circular de su mujer día tras día, se le había posado en la mirada como único paisaje posible. Enloquecía intentando descifrar el misterio. Recorrió el reino buscando a su reina, pero nunca la halló. Vencido, regresó al palacio con la certeza de abandonar la estéril búsqueda, y fue ese mismo día cuando la pequeña, al verle llegar, pronunció su nombre por primera vez. Entonces volvió a sonreír. Vivía feliz para hacerla feliz a ella. El sentido de su vida era acompañar a su pequeña hasta cierto día que esperaba fuese muy lejano. Deseaba ser muy mayor para poder reunirse con ellas de la única forma que podía hacerlo. Cuando Ahinoda se convirtió en una mujer, él le entregó su legado y así comenzó la cuenta atrás.

Acostumbraba Ahinoda a salir del palacio casi todos los días. Su reino era extenso. Muchos súbditos de su padre formaban parte de él. El rey se reunía con sus caballeros pero Ahinoda no los había visto. Quizá las gentes vivieran muy alejadas del palacio y ella no hubiera caminado lo suficiente para encontrarlas. Solo convivía con la corte de su padre, sus sirvientes que hacían fácil su vida. Y se preguntaba dónde estaba el resto de la vida del reino. Hasta entonces no sintió nunca curiosidad.

Un día más Ahinoda salió. Rodeaba el castillo un tranquilo lago de aguas claras y transparentes. Siete puentes permitían el acceso a su casa. Cada uno de ellos diferente al otro. Como si el maestro constructor hubiera querido reflejar en los accesos a su hogar todos los accesos del mundo. Al borde del lago, una amplia extensión verde, con flores de color amarillo y después, el bosque. Eligió para cruzar el lago el sencillo puente de madera, que desde el exterior conducía a la parte del palacio donde pasó su infancia. Al llegar al final, se descalzó y sintió en sus pies el frescor de la hierba. Avanzó solo unos pasos y se volvió. Su palacio parecía surgir del centro del lago. Una inmensa y orgullosa columna de agua. Color agua para las torres transparentes. Una gran gota de agua elevada hacia el cielo que danzaba sutilmente con el viento para convertirse en la imagen de un antiguo y hermoso palacio. Ese era su hogar. Ahí estaba su vida. A medida que se alejaba retrocediendo, observaba cómo el palacio reflejaba los alrededores, carente de existencia propia, de vida interior. Reflejaba, como lo hacían las aguas del lago. Con la distancia llegaba a desaparecer formando parte de la superficie del agua, reflejando el cielo, el verde y los árboles. Desaparecía tragado por el apacible lago. Sumergido. Solo imágenes del exterior en el agua. Sintió pánico al pensar que fuera real la pérdida de su mundo, absorbido por las aguas. Comenzó a caminar en círculo, rodeando el lago. Siempre era igual, sobre la superficie del agua, el reflejo de los alrededores. No estaba, no existía. Su palacio no aparecía ante sus ojos si se alejaba lo suficiente. Ahinoda comenzó a correr y, a medida que se acercaba, el palacio emergía de las aguas, escupido por ellas como una ofrenda hacia el cielo. Se diferenciaba del lago con vida propia, se hacía real. Frenó en seco, esa era la distancia de la existencia. Un paso adelante y reafirmaba su vida, un paso atrás y la perdía. Aquello perturbó mucho a Ahinoda. Tendría que hablar con su padre. Pensaba que los habitantes del reino no se acercaban lo suficiente al lago para poder verlos, quizá por esto nunca nadie venía a visitarlos. Solo veían las aguas del lago. Tenían que avanzar por la hierba hasta la orilla misma del agua para poder encontrarlos. No entendía cómo su padre, con sus múltiples salidas, no se había dado cuenta. Al contarle su inquietante descubrimiento, su padre se limitó a sonreír. La despreocupación del rey hacía que Ahinoda se preocupara aún más.

Cada día se alejaba más y comprobaba con la distancia, su inexistencia y la belleza de la magia que ello suponía. El palacio desaparecía y sólo el lago quedaba Engullía a sus habitantes, esto hacía que se sintiera sola y temiese por la vida de los que permanecían dentro. Desde el palacio su padre observaba la triste danza circular que ya había visto hacer a su mujer y que ahora repetía su hija. Ahinoda había llegado hasta el bosque, pero seguía sin encontrar respuestas. A veces pensaba que formaba parte de un sueño soñado por ella. Estaba desconcertada. Tan desconcertada como años atrás lo había estado su madre.

¿Dónde estaba la vida? Su padre le decía que allí donde estuviera ella. Pero Ahinoda seguía sin encontrarla. Obsesionada por la desaparición de su pequeña parte de realidad en esas aguas serenas y amables que la habían protegido toda su vida, paseaba en círculo día tras día alrededor del lago. Medía sus pasos para calcular la distancia de la presencia y la ausencia. De la belleza de su casa, del sereno reflejo del palacio, de la generosidad con la que le reflejaba todo aquello que la rodeaba y le hacía a la vez real e inexistente. Tanta generosidad que se perdía a sí mismo para dar vida a todo aquello que se miraba en él. Eso a Ahinoda le hacía llorar. Se preguntaba si el cometido de la existencia de su padre, el rey, era convertir en realidad el otro mundo. El mundo del silencio. Si era así, su padre, sus caballeros y sirvientes se convertían en la más hermosa muestra de amor que Ahinoda vería nunca, y ella formaba parte de esa magia para el mundo real. Lloraba y añoraba a las gentes que permanecían al otro lado. ¿Dónde? Aquellos que existían porque se reflejaban en las paredes de su vida.

Durante un tiempo amó y admiró a su padre mucho más que antes. Pero después comenzó a sentir deseos de pasar al otro lado. No sabía cómo. En el legado de la historia de su madre no encontraba la respuesta. El bosque era interminable a sus pasos. Conocía el palacio palmo a palmo, no había puerta que ella no hubiera abierto. ¿Por dónde saldría su madre? Si es que lo había hecho realmente.

Ese día, Ahinoda salió sin mirar atrás. Lo hizo por el puente más hermoso, el del rey. Descalzó sus pies y avanzó. Sentía cómo el lago abrazaba su casa, la transparencia que poco a poco envolvía su mundo, las fuertes paredes de piedra convertidas en agua. Sentía la emoción de esa pérdida temporal. El sol y el cielo en las altas torres, los árboles en sus paredes, las flores amarillas cubriendo los puentes. Ahinoda se dio la vuelta y volvió a sentir el familiar pánico de haberse perdido para siempre sin saber hacía dónde debía encaminarse. Se levantó un ligero viento. Su corazón latía en su garganta. Su pelo cubría sus ojos y el vestido se enroscaba en sus piernas. Comenzó a correr con un miedo terrible, pero con decisión, una vez hubo llegado a la orilla del lago, sin dudar un momento, con un vigoroso salto, se sumergió en sus aguas desapareciendo para siempre. Despreocupado el lago, recuperó su serenidad y belleza. La transparencia de sus aguas dejaba ver el fondo y sin embargo nunca más volvió a verse a Ahinoda.

Llegué a ese pueblo porque me perdí. Era un pueblo tranquilo de gentes sencillas. Un muchacho me acompañó al bosque. Un bosque lleno de luz y agua. Me descubrió un prado verde lleno de flores de color amarillo y en su centro un hermoso lago redondo, tan hermoso, que me hizo sentir una emoción lejana. Aguas claras y risueñas que reflejaban la belleza de aquello que las rodeaba. El muchacho me enseñó las ruinas de un antiguo puente a la orilla. Sobre una de esas piedras ambos nos sentamos. Apenas me hablaba, parecía poseer un secreto inalcanzable e incomparable con los misterios que una mujer de ciudad como yo podía conocer. Nada podía superarlo. Con su mano, me indicó que mirase a la superficie del lago.

Por un instante, sólo un segundo, una cinta de color verde intenso surcó la superficie en un zigzag rápido y vital, desapareciendo inmediatamente y dejando una onda suave en la superficie del agua. El muchacho me dijo que era Ahinoda. Esa cinta verde que saludaba al viajero desde las profundidades del lago, acariciando la orilla, formando un saludo tierno y mojado, era Ahinoda que sonreía a la vida por haber encontrado la puerta que conducía a las gentes de su reino. Al otro lado.

La vi muchas veces. Sentí la fuerza y la alegría de su saludo. Sentí, como todos los habitantes del pueblo, la nobleza del gesto de Ahinoda. Y la de su padre, y la de su madre.

Reposé con ella muchas tardes. Intentaba tocar su rápida y fugaz presencia. Solo una vez se enredó entre mis dedos. Sentí el poder de su historia, de sus vidas. Reconocí la presencia de su tiempo. Subí a una pequeña barcaza y me propuse encontrar la distancia precisa para volver a hacer real el tiempo de Ahinoda. Hacer real su palacio. Si hacía esto, quizás la obligase a regresar al interior. No lo logré. Volví a la orilla y me di un baño. Una hermosa danza de cintas verdes rodeaba mi cuerpo. También yo, mañana regresaría a mi casa.

jueves, 10 de diciembre de 2015

ISABEL. AVE NADA


Haberle llamado Nada hubiera desatado la incertidumbre y la duda en la entidad así llamada. No al comienzo de los tiempos, cuando aún todo estaba por definir, cuando las palabras no existían y todo poseía significado pero no nombre, sino con el paso del tiempo cuando la palabra “Nada” definiera también, porque así habría de ser, algo que estaría muy presente en el mundo de la entidad sin ser ella misma; y esto le hubiera confundido. Llamarse nada en los tiempos venideros no habría hecho feliz al hombre. Estoy segura de ello.

Fue después de permanecer escrito sobre la tierra largo tiempo y decidido ya que ése sería su nombre, un nombre vacío que a su vez todo contiene, vacío absoluto que permite la existencia de cualquier cosa, de todas las cosas, de todo lo posible, de todo lo imaginado, lo existente y lo venidero; porque eso sencillamente era el hombre, y por ello habría de llamarse Nada. Así, después de permanecer escrito sobre la tierra y decidido ya que ese sería su nombre, observando los dioses que una vez tras otra el obstinado viento borraba el nombre siempre de izquierda a derecha, primero la a, luego la d, después la a y por último la n, susurrando al tropezar entre sí un extraño y desconocido nombre, decidieron hacer caso al viento y escribirlo así de izquierda a derecha: ADAN. Fue entonces cuando el viento no volvió a borrarlo nunca más. Ese habría de ser el nombre Adán, que seguía siendo nada pero al revés, quizá el hombre no llegara a darse cuenta.

En aquel tiempo, donde pocas cosas estaban definidas, y otras muchas aún no existían, la culminación fue la creación del hombre, vacío y lleno de todo, debía hacerse a sí mismo. Estaba nombrado, ahora solo dependía de él ser quien fuera.

Pasaron los tiempos y el hombre caminó muy poco su tierra. Permanecía apegado a su pequeño mundo, rodeado de tierras extensas que desconocía y que no conseguían despertar su curiosidad. La línea que observaba permanentemente en el espacio al final de su mirada, donde se perdía la tierra, no significaba nada para él. No despertaba en él el misterio que contenía. Los sonidos ajenos que le rodeaban tampoco, parecía aletargado, apenas escuchaba. Vivía pero no parecía llenarse de nada de lo que le rodeaba. Llegaron a pensar que su nombre, antes de ser nombrado por el viento, sí le condicionaba, dificultaba su capacidad para llenarse, para aprender. Estaba dotado de todas las capacidades, pero no parecía descubrirlo. Le faltaba esa chispa que le despertara, si no, tal vez el hombre dejaría pasar su existencia sin comprender apenas nada.

Tenían que regalarle algo mágico, algo diferente a él, absolutamente diferente. Debía poseer desde su origen todo aquello que él desconocía, pero debía resultarle familiar para que pudiera confiar, el hombre necesitaba confiar. No les resultaba fácil crear algo distinto pero semejante. Adán había sido el resultado de su sabiduría y su esfuerzo, ¿cómo igualar esto, o mejorarlo? Los dioses tendrían que trabajar duro. Y a los dioses ya no les gustaba trabajar. La nueva creación tendría que llegar ante él sorprendentemente, aparecer ante sus ojos y sobrecogerle. Debía hacer que su presencia condujese al hombre a querer andar más lejos, recorrer otros lugares, descubrir otros sonidos. Despertar su curiosidad para viajar por su mundo, conocerlo y conocerse. Crecer.

Esta creación era importante y difícil. Era la chispa que haría evolucionar al hombre, la chispa que haría de él lo que él quisiera ser. La creación tendría que ser hermosa y saber siempre un poco más. Un poquito más que Adán. Sabría cómo abrir puertas y despertar preguntas, parecer llena de cosas mágicas y útiles, misteriosa para que él se viera obligado a buscar en ella. Con la evidencia de estar siempre un poquito más allá. Así sería la chispa de la evolución. Así nació Ave.

El aspecto de Ave era muy similar al del hombre. Pero llegaría ante él desde arriba, desde el cielo. Esto haría que el hombre no temiera a esa parte alta de la línea que permanecía, pertinaz, al final de su mirada. Aprendería que hay otras maneras de moverse. Llegaría volando porque podría volar, y su voz al nombrarle, sería el conjunto de todos los sonidos que el hombre ya conocía. Su olor sería el olor de todo aquello que le había rodeado siempre. Estaban seguros de que Ave sería bien recibida por Adán.

Nació pues Ave y llegó con la salida del sol. Pero como había ocurrido con el nombre de Adán, ocurrió con el nombre de Ave. Al escribirlo sobre las nubes, la luz del día se empeñaba en oscurecerlo, llenando los cielos de agua y borrando el nombre de izquierda a derecha. Una vez tras otra, el nombre desapareció ante los ojos de los dioses. El agua arrasaba primero la e, después la v y por fin la a. Decidieron entonces que como habían escuchado la voz del viento nombrando a Adán, lo harían ahora con la voz del agua nombrando a Eva. Y así fue nombrada Eva.

Tener alas era una capacidad inquietante, sentía que provenían directamente del alma de los Dioses. Producían un cosquilleo suave en la nuca y en las rodillas. Tenía alas y siempre supo nombrarlas pero no pudo verlas. Al principio.

Eva nació sentada sobre una base suave y cálida, apoyada su espalda en un vacío firme que le hacia sentirse muy segura. No distinguía entre arriba y abajo pero sí sabía que estaba en la parte alta de la parte baja. No se apreciaba ningún sonido, solo la voz de su pensamiento. Ese silencio la reconfortaba. Un aroma dulce rodeaba su cuerpo y la luz enérgica y colaboradora le mostraba el lugar. Lo primero que pudo recordar de su existencia fue el cosquilleo y al hacerlo presente, escuchó con la voz del pensamiento una palabra: Alas. ¡Quizá ese fuera su nombre! Pero, inmediatamente, el susurro acrecentó el cosquilleo haciéndole saber que alas era el nombre de la sensación, de esa sensación, no el suyo. Tenía alas y podía usarlas. Al preguntarse para que servían las alas, el susurro le contestó que para volar. Ella podía volar, aunque no tenía claro qué significaba esto. Se sentía tranquila, las respuestas aparecían siempre inmediatamente después de las preguntas. Intentó ponerse de pie y fue entonces cuando descubrió el significado de la palabra volar. Un impulso seguro y suave la levantó de la superficie y después volvió a posarla sobre ella, firmemente. Sintió la brisa que levantaba el movimiento en su espalda, intentó descubrirlo pero no pudo ver nada. Solo podía sentirlo, con ellas se levantó y emprendió el camino, ¿pero hacia dónde?

Le sorprendía la capacidad que poseía para responderse a todas las preguntas en el mismo instante en que las formulaba. Apenas se producía una duda, el susurro se la despejaba. Alguien más debía estar allí con ella, hablándole al oído, aunque evidentemente no podía verlo. Todo lo que necesitaba saber estaba a su alcance. No tenía porqué preocuparse. Podía emprender el camino. Él le llevaría a Adán y a su destino, pero debía esperar a ser nombrada para que todo comenzase.

Desde esa altura el espacio era inmenso y parecía vacío, solo lo parecía. Debía mirar hacia abajo pero no olvidar que su origen estaba arriba. No debía olvidarlo. La luz daba paso a la oscuridad y ella podía ver en ambas. Era hermoso haber despertado. Era hermoso llamarse Eva.

Eva llegó una mañana con la luz del sol por el horizonte. Apareció ante los ojos de Adán serenamente. Adán quedó paralizado ante esa extraña visión, no sabia que sentir, en realidad sentía muchas cosas, tantas que le aturdían y no sabía nombrarlas. Eva descendió lentamente. Ella sí sabía, sabía que era el impulso que Adán necesitaba para comenzar a hacerse preguntas, para comenzar a saber, para comenzar a nombrar. Al llegar a tierra permaneció de pie sonriendo. No dio ni un solo paso adelante, no era ella quien debía hacerlo. Adán intuitivamente supo que debía ser él quien llegase al encuentro de esa criatura, se puso en pie, y caminando, se acercó a ella.

Desde entonces, la vida ya nunca fue igual. El universo se complicó mucho para él. Comenzó a sentir muchas cosas y a saber nombrarlas. Sintió miedo, sintió dolor, amor, curiosidad y supo siempre qué nombre darles. Pero por más tiempo que vivió con Eva, nunca supo quién era, ¿por qué había venido a su mundo?, Porque el mundo era suyo. Y Sobre todo por qué ella podía volar y él no. Lleno de gran convencimiento, decidió que muy pronto él sabría más que ella y llegaría más alto. Si ella podía él también. Solo con su presencia, Eva le hacía sentirse capaz de todo.

Aparentemente, los dioses lo habían previsto todo. Pero hasta los dioses parecen estar expuestos a lo imprevisible. Confiaron en Eva, pero subestimaron a Adán. La evolución de él había sido creada por ella, pero Adán no supo reconocer esto. Él aprendió rápido, recorrió el mundo, nombró todo aquello que le rodeó, poseyó su mundo, excepto a Eva. Aprendió a controlar su miedo, cada vez más seguro y más capaz. Se sentía orgulloso y valiente y cada vez iba más lejos olvidándose de Eva, que hacía ya largo tiempo que avivaba el paso para poder seguirle. Aunque no era necesario correr. Eva sabía que Adán debía mirarla para seguir adelante en el camino correcto, sabía también que había dejado de hacerlo y que por mucho tiempo se negaría a ello. Por eso avanzaba serena. Su paso en la tierra era más lento que el de Adán porque sabía que, con solo emprender el vuelo, le dejaría atrás. Ella podía volar y no necesitaba correr. Adán nunca había conseguido hacerlo. Podía, pero su deseo era poder volar para superar a Eva, para dejar de sentirse inferior, así lo vivía él. Eva sabía que si Adán hubiera querido volar para acompañarla, haría mucho tiempo que lo habría conseguido.

Acompañar a Adán era tan fácil como difícil. Eva sabía que ella le inspiraba el amor necesario para su evolución, pero también hacía sentir a Adán sensaciones que no eran puras. Adán, al sentarse para descansar, siempre se colocaba enfrente, nunca lo hacía a su lado. Al caminar lo hacía delante de ella, deseaba correr más y dejarla atrás. Quería superarla. Esto entristecía a Eva. Adán no parecía escuchar las respuestas a las preguntas como ella lo hacia. No llegaba a descubrir el cosquilleo en la nuca y en las rodillas. Adán permanecía en una carrera constante y Eva se limitaba a seguirle. Sentía tristeza por él, no parecía descubrir que nunca podría dejarla atrás, ella le alcanzaría solo con un deseo. Tenía siempre tanta prisa por conseguir, tanta prisa... Esto no era lo previsto por los Dioses. Los Dioses y Eva lo sabían.

Ella regresaba al hogar en las nubes para descansar. Cuando el ruido de Adán era atronador y su carrera frenética, Eva desaparecía en el cielo. Adán no sabía que sentir cuando ella no estaba.

El hombre siguió caminando por la tierra cada vez más rápido, mientras Eva le observaba desde el cielo. Hacía tiempo que Eva se había retirado al cielo para poder pensar. Adán nunca descubrió sus alas ni el sentimiento que era necesario para hacerlas funcionar y, tal vez por un designio ajeno a los dioses, Eva decidió no enseñarle el camino al cielo... de momento.

Muchas veces utilizo el subterráneo para cruzar la calle. Es un subterráneo largo como la raíz de un inmenso árbol de tráfico y asfalto. Su olor no es un olor a tierra sino a gente sin hogar, a bebida y orín. A esta hiriente y familiar mezcla huelen las profundidades de mi ciudad. Siempre espero a que alguien lo cruce conmigo, porque me siento insegura y vulnerable, tristemente insegura con la gente que allí descansa y vulnerable ante su mirada ausente, demasiado cansada para prestarme atención. Es un túnel largo y desconcertante. El hombre no ha conseguido escapar de su nombre originario al menos aquí abajo. Yace envuelto en cartón, en papeles de periódicos, protegido paradójicamente por el día a día, por el paso cotidiano de la vida real, de una vida a la que él no pertenece. Sobre su piel las noticias de hoy, o las de ayer o las de hace meses, vestido por un tiempo que parece haberle olvidado. Un hombre que no existe, que se esconde o es escondido por mí, por todos. Un corazón con la mente adormecida por el paso indolente de los días que no vive. Habita abajo donde habitó en el origen, pero abajo es cada vez más profundo, profundo en línea recta. No sé si esto tiene sentido. Ya no cubre el cielo su cabeza sino la tierra. Avanzo sin apenas mirarle. Casi al llegar al final del subterráneo, de entre un montón de cartones surge y se acerca a mí. Con las manos rotas, me escribe su nombre en la pared metálica: Adán.

Y entonces yo no sé qué siento. Pierdo la prisa por salir a la calle. No hay salida ni a la izquierda ni a la derecha, ni escaleras que me conducen al cielo. Solo hay salida si salgo con él. Miro sus ojos y encuentro una historia.

Yo soy nada, me dice él.

lunes, 23 de noviembre de 2015

PARA ELISA; SINUÉ



Sinué recordaba la música que acompañaba el canto de una voz femenina. Podía transportar su mente hasta esa melodía, y así recordar la letra de una canción extraña que se repetía una y otra vez en el interior de su cabeza desde que era una niña:

“Algún día te haré un regalo hermoso, se escapara
entre tus dedos si pretendes atraparlo, y solo a través de tu oído llegará a tu corazón”

Hace tiempo que yo también lo he recibido.

Eran bucles de sonidos hermosos que se transformaban en palabras llenas de misterio para una mente tan pequeña. Pero algún día, llegaría el día…

Lo primero que hizo fue tararear la melodía que sonaba en su interior. Aún no conseguía componer fuera de ella la música que escuchaba, así pues debía ser que llegaba del recuerdo de una nana. No siempre era la misma, variaba y era hermosa, no tenía letra alguna, solamente era música que habría de transformar en palabras.

Sinué se movía al ritmo de los sonidos de la vida. Acompasada siempre con la música que producían los objetos y las personas que la rodeaban. Danzaba cada segundo en un baile discreto y apenas perceptible, invisible para los ojos ajenos. A través de esos regalos de su oído ella vivía la vida. Cada objeto emitía su propia melodía, precisa, perfecta y única, una melodía que lo diferenciaba de los demás. Cada persona poseía su música y a través de ella Sinué los nombraba. La vida y la existencia eran música, sonidos que se mezclaban en combinaciones diferentes. La única melodía que Sinué aún no había escuchado era la propia, por lo tanto no estaba segura de que Sinué fuese su verdadero nombre. Su música debía sonar muy dentro, escondida o apagada por el sonido de todo lo que la rodeaba, pero sabía que la poseía. Ella era la melodía más hermosa. Ella era la música.

Cuando tuvo la altura suficiente para poder llegar hasta El, ese instrumento tan grande que la había visto crecer, se sentó en sus rodillas, y mientras le acariciaba el rostro, apretando cada uno de sus rasgos, escuchó una canción. Así fue como la pequeña Sinué aprendió a tocar el piano. Era con caricias de intuición que al unirse formaban melodías. Las melodías del mundo que la rodeaban. Sinué creció en sus rodillas. Amanecía y con el sol se levantaba, con la carrera de descubrir algo mágico, llegaba hasta él y le acariciaba la tez. Y sonaba y sonaba para ella. Él componía hermosas melodías que le regalaba. El era la voz que ella aún no tenía.

Ella permanecía en silencio cuando el resto de los que la rodeaban hablaban y hablaban. Entonces entorpecían los verdaderos sonidos que descansaban en el silencio ruidoso de la verdad. Todos pensaban que Sinué no tenía palabras, que el silencio atrapaba su garganta y oscurecía su voz y que por eso la pequeña nunca había emitido un solo sonido que no fuera música. Pensaban que padecía una extraña enfermedad y así, con la ayuda de la costumbre fueron olvidando el problema y apreciando los ruidos de Sinué

Sinué sabía hablar perfectamente pero creía que ella no estaba allí para hacer eso. Las palabras tienen su música y ella se expresaba a través de ésta. Sus frases eran perfectas y coherentes aunque nadie pudiera entenderlas. Solo el piano traducía su lengua. Solo el piano conocía el texto de sus relatos. Le guardaba el secreto y a veces al enmudecer se burlaba de las gentes que “atentamente” apenas entendían nada. La pequeña Sinue se aferraba a él. Cuando el piano no acompañaba su discurso, su voz suave de niña tarareaba y tarareaba, con los ojos muy abiertos para ver qué ocurría y entonces ocurría la nada que contiene todo.

Sin duda el regalo de la canción llegaría en cualquier momento.

Al crecer, el piano fue adaptándose a su cuerpo y formó con ella una unión de amor. Apenas ya cabía en sus rodillas y era ella la que le sujetaba, ese rostro culto por los años, componía canciones de otras tierras. Sinué aferrada siempre a su piano no sabía vivir fuera de él. Hermosa, con el susurro suave de la luz de la verdadera voz, con el aliento aliado a la caricia de las palabras, con el tiempo sumergido en el tempo del sonido y con el silencio alto y enérgico de la voz unida a las palabras escondidas en el interior de su garganta, se convirtió en una mujer.

Un día, y no un día cualquiera, cada nota es la precisa en el universo de la música, al llegar el sol a ese punto de unión con la tierra en el que ésta le abraza y produce una música llena de luz, una luz con melodía de graves que resuenan directamente en el pecho del hombre, el ruido externo de la vida de Sinué asumió un volumen discreto en el interior de su oído, y apareció una maravillosa música nueva que significaba su nombre, que la definía. Supo entonces que había llegado el momento. La armonía viva en el silencio, así se llamaba ella.

Su ser, consistente hasta entonces en la música, le hizo componer las melodías que sonaban ya no solo en su interior.

Aquel día estaba sola una vez más. La casa se vaciaba, la familia olvidaba nombrarla confundiéndola con la música que provenía del salón. Vivía para acariciar las teclas que le hacían realidad. Sinué sabía que la música, desde que había sido una niña se había confundido con ella, se mezclaban una en el interior de la otra. Era ella, la expresión de su alma, la que él convertía en voz. Sinué, quería transportarse por las ondas hasta llegar muy dentro de su piano. Abandonar el mundo del silencio de las gentes que no entiende cómo suena el sol cuando se va.

Una tarde, aferrada a sus notas, inclinada sobre el teclado color tormenta, con los ojos cerrados hacia dentro, y el cuerpo repleto de una tensión que representaba la de la unión de todos los movimientos, que al combinarse se convierten en apacible quietud; Suspiró al ritmo de una música que ya no sonaba en su interior. El piano, tan sabio como era, le regalaba voces sin que ella acariciase las teclas de su rostro. Sentía como esa música recogía cada parte de su ser y transformaba su cuerpo de mujer en una nota extraña enfrente, en el papel, contenida entre cinco líneas. Sin temor, se abandonó a ese hecho con las manos extendidas hacia él. Y la música fue convirtiéndose en su aliento suave y en su ser. Sinué se evaporó en el aire. Su estructura formó una canción que se quedó impresa en el pentagrama y el piano al fin, cuando la hubo acogido, se decidió. Sonó fuerte con gran estruendo recogiendo el alma de la niña grande y con notas de aliento en esa alma, dejó al viento el aroma de una canción.

Sinué se encuentra ya en la música. En lo profundo del entramado de ese piano de madera y huecos. Ahora, él expulsa sin la caricia de nadie una música difícil de entender.

Sinué, acurrucada entre las notas, me descubre un mundo que no conozco. Que hasta ahora había estado sordo, solo silencio, solo eso. Ahora ya no. Sinué es cada nota de la música que escucho solo en mi corazón. Es una música privada y única. Ella acude a dar forma a la melodía si le doy tan solo una nota de razón. Si silencio el ruido del exterior y permanezco escuchando mi interior, Sinué sabrá que ahora amo la música y encenderá para mí un sonido único. A veces esta más alta y otras más baja, tan baja que apenas puedo oírla, pero siempre sé que está en mi interior esa melodía que me define y me nombra. Hace años que la escucho y cuando siento que se esconde, mi alma sonríe pues sé que siempre permanece.

Sinué recibió el regalo y decidió convertirse en él, simplemente eso. Ahora a través de la voz del silencio, me enseña a escucharme, a saber interpretar esa música que solo tengo yo. Es el ritmo que define mis días, melodías que hablan solo de mí. Al final, componen mi canción que se esconde para siempre en el fondo de mi oído. Si afino, esa escucha será permanente. Nadie, salvo yo, puede quitar el volumen. Siempre esta ahí aunque a veces no haya podido escucharla. Ahora tarareo la canción y aparece la magia…

Sinué creció con los sonidos, en un mundo para los demás, sordo. Siempre pensaron que esa niña no podía ni oír ni hablar y al final ella se convirtió en música para recordarle a cada uno que tiene su propia voz. Una niña sorda y muda que vivió en un tiempo en el que permaneció muy sola por ser única. Ahora hay mucha gente diferente rodeándome y yo me pregunto qué saben que yo no sé y que les hace ser así. Cada vez que alguien que no es como yo, que no habla, que no oye, que vive en otro mundo, se pone delante, imagino que tiene un secreto. Un secreto que ganará al tiempo, que le hará ser quien es. Entonces ya no siento que tiene un problema sino que es especial. Me acurrucó con él y espero a que me lo enseñe.

Yo también voy a tocar el piano.

Tu si quieres, puedes entrar en el silencio y aprender quién eres. Si afinas, Sinué tocará para ti.




martes, 17 de noviembre de 2015

CON LOS DEDOS EN EL CIELO


De puntillas, alargo sus brazos, los extendió tanto como pudo, metió sus dedos entre las nubes, y con la mayor de las delicadezas las aparto, dejando un cielo abierto sobre su cabeza.
Siempre había pensado que el tacto de las nubes seria como el algodón de las ferias, pero no pegajoso. Suave. Pensamiento de niña. Pensó que se deslizaría entre sus dedos y que tendría que tener cuidado para que esas nubes no quedaran enredadas entre ellos. Eso es lo que siempre había pensado.
Cuando amanecía un cielo encapotado y gris, cuando la luz se hacía tenue, y el frío llegaba, la mayoría de los habitantes se sentaba al borde del camino a esperar a que el cielo volviera a ser azul. No importaba el tiempo que hiciera falta, ese tiempo se ocupa en el descanso y en el silencio. Cada uno se miraba los zapatos o las manos por un tiempo indefinido. Así hasta que el viento se llevaba las nubes. Podía ser un tiempo infinito o tan solo un instante, el que ocupa una respiración. Pero aquel día ese cielo lleno de nubes blancas y grises le pesaba sobre la cabeza. Nunca antes había sentido el peso de las nubes, porque se supone que las nubes no pesan. Nunca antes ese peso se había posado sobre ella haciéndola sentir pequeña, sentada en aquella piedra. A penas podía mantenerse erguida, la aplastaba contra el camino de tierra, y la tierra comenzaba a entrar en sus ojos y en su boca. La hacia llorar, le escocían los ojos y las lágrimas, en su boca, mezcladas con el polvo, hacían que apenas pudiera tragar. Respiraba con dificultad. Sintió miedo. Aquello era nuevo. A su lado los demás seguían el eterno ritual de la espera, pero sin embargo ella no era capaz. Apenas podía mantener la mirada limpia. Sus manos presionaban la tierra ayudando a su espalda a mantener un pequeño espacio libre para poder respirar. Solo era un cielo encapotado, tan solo uno más, pero distinto. Distinto. Distinto. Diferente. Y el peso en su cabeza la lleno de ideas. Si era distinto el peso del cielo, distinta habría de ser su reacción. Entonces, despego los dedos de la tierra seca y se levantó. De puntillas, alargo sus brazos, los extendió tanto como pudo, metió sus dedos entre las nubes, y con la mayor de las delicadezas las aparto, dejando un cielo abierto sobre su cabeza. Un cielo azul. Y entonces, solo entonces, alguno de ellos, la miro con extrañeza.
Sintió un cosquilleo en la coronilla y sonrió.

jueves, 29 de octubre de 2015

SUEÑO


Siento un leve cosquilleo y entonces ocurre. Es una sensación que nace del estómago y recorre todo el cuerpo. Entonces la sucesión de imágenes soñadas pasa ante mí, rápida. Sé, entonces, que el sueño está presente.

Los sueños me han traído hasta aquí. Hasta hoy. No son parte de mí, soy yo. Todo lo que soñé cuando era niña se ha hecho realidad. He hecho realidad los sueños. No sé si esto me ha hecho más libre, o por el contrario me ha tenido ocupada trayendo a esta vida lo que dormía en mi estómago. No lo sé. A veces dudo. Cierro los ojos e intento ver si mi día es un día real o un día soñado. Creo que lo que vivo es la imagen de lo que sueño, entonces tengo ganas de sentarme en esa piedra, blanca y lisa, caliente y redonda, esa piedra que delimita el camino. Sentarme y dejar pasar el tiempo. Adormecerme en el descanso. Después respiro y siento el aire entrando en mis pulmones, y sé que estoy despierta. ¿Qué hubiera pasado si no hubiera tenido sueños? ¿Qué hubiera hecho si esa sensación no hubiera vivido en mi estómago? ¿sería quién soy? Un sueño es la respuesta a una pregunta que aún no has aprendido a formular. Yo busco esas preguntas y las coloco delante de sus respuestas. ¿Y si no hubiera recibido esas respuestas? Tal vez habría formulado mis propias preguntas.

En los sueños, todo ocurre a la vez y en un espacio de tiempo mínimo. En la vida, todo ocurre por separado y en un espacio de tiempo que se dilata hasta tal punto que a veces no te permite conectar las cosas. La realidad del sueño es inmediata, clara y global, y aun así no la entiendo. Quizá sea por eso. No estamos a acostumbrados a recibir toda la información de golpe, no sabemos entender el todo. Estamos acostumbrados a parcelar, dividir, seccionar y entender poco a poco. Quizá por eso la vida es larga, tiempo, años, meses, quizá por eso. Si fuera del sueño tuviéramos la capacidad de entender al instante, la vida sería solo eso, un segundo ¿Para qué más? Me tumbo, cierro los ojos y duermo. Todo. Abro los ojos, me levanto y vivo. Por partes. ¿Pero cuál es el orden perfecto? ¿Vivo y sueño? ¿O sueño y vivo?

Siento el oleaje en el pecho y el sonido del mar en la respiración. Toda yo soy una caracola. Podría pensar que estoy dormida, que estoy soñando, pero no es así. Estoy despierta, aquí, frente a ti.

domingo, 18 de octubre de 2015

IsabeL. LA VERDAD


Cada persona tiene su verdad.
Unos la saben… otros no,
Otros, la tienen confundida,
A otros ni siquiera les importa,
Algunos andan toda la vida tras ella,
Y a otros, les persigue pegada a su sombra.
Unos se la preguntan sin obtener respuesta,
Otros obtienen esa respuesta sin haber hecho ninguna pregunta
Lo que les obliga a intentar encajarla a su pesar
Y eligen entonces, sin apenas pensarlo, la alegría o la tristeza.
Unos se asustan y corren.
Otros se asustan y paran.
Y otros se encogen de hombros.

Algunos sonríen intentando mirarla a los ojos.

Yo he sido cada uno de ellos en algún momento de mi vida.
Pero hubo un día, en que la mía se plantó ante mí, contundente, delicada, tosca, sublime, sutil, afilada y suave. Mis pies se clavaron en esa pequeña baldosa que ella colocó para mí. No sentí ningún deseo, no sentí nada. Clave mis ojos en ella, sonreí y tan solo dije SI. Tan solo dije SI… tan solo dije SI.
Esa verdad, no viene de fuera, nada, nadie me la pudo enseñar. Esa verdad sale de mí y tarde o temprano vuelve como un bumerán.

viernes, 16 de octubre de 2015

Isabel. HOY

¿Sientes ese barullo? ¿Ese ruido? ¿Todo ese viento que sopla y lo mueve todo? Cambia las cosas de sitio. No sé si las reubica, o las enmaraña. ¿Sientes todas esas voces que hablan a la vez? Aun así consiguen ser oídas una por una ¿Sientes ese frio que apenas enfría nada? ¿y el calor que hace que el agua se evapore y empañe los cristales? ¿Sientes todo eso? No pregunto si lo ves. Verlo es difícil, aunque si abres los ojos y no centras la mirada en ningún sitio, es muy posible que ese paisaje se dibuje ante ti. Se siente cuando, con los ojos abiertos, o con los ojos cerrados, pones tu atención en el centro de tu cuerpo, en tu estómago. Entonces el cielo de la noche se abre paso en tu interior, y descubres que tú, aunque pequeño, eres una enorme galaxia capaz de contenerlo todo, capaz de expandirse o contraerse con una sola respiración. Eso, soy yo hoy. Yo soy eso.

domingo, 6 de septiembre de 2015

MI CASA DE MALIBU

-Despierta, te pasas la mayor parte del tiempo soñando-
-No hagas caso- decía Elisa -Ya tienes las respuestas y cuando encuentres las preguntas, el milagro se producirá-

Siempre hemos caminado con los pies en el suelo y la cabeza en Sebastopol, esto era lo que nos decía mi madre. -Nuestra vida es ensoñadora- Esto era lo que contestaba Elisa. - A mi me visitan las oportunidades- Esto era lo que contestaba yo. -Isabel y Elisa, dos caras de una misma moneda- Esto era lo que remataba mi madre.

Y así sigue siendo. Tengo 49 años y aún sigo teniendo la cabeza en Sebastopol ¿Donde estará eso? Cuando era niña, Elisa decía que Sebastopol era el lugar donde sin duda alguna le hubiera gustado vivir a mi madre. Sebastopol para mí, es ese lugar donde el tiempo es solo uno, donde todo ocurre a la vez y, donde uno, si está atento, puede alargar la mano y encontrar aquello que anhela. No parece la respuesta mas propicia para una mujer de mi edad, mas bien parece la respuesta de mi hija, o la mía cuando yo tenía 9, su edad. Pero con todo lo dormido, con todo lo soñado, con todas las respuesta a las que conseguido ponerles sus preguntas, con todas las respuesta que aun sigue llegándome... con todo lo que ahora sé, sé que la respuesta de los 9 años es mucho más acertada que la respuesta de los 49.

Llevo meses viendo una hermosa casa que mira al mar... con ventales de cristal y su terraza de madera. La veo al caminar, al cocinar, al trabajar... Llevo meses viéndome allí sentada, de espaldas, escribiendo. Y al mirar por la ventana, puedo ver a mi hija con sus hijos jugando en la playa. Me miran y me sonríen diciéndome SI. Así pues tendré de llegar allí. ¡Una casa en Malibu! ¡Malibu! ¿Como narices he podido ensoñar algo así? Ese lugar, hasta hace meses, era absolutamente desconocido para mi. Ahora conozco esa playa y ese mar como la palma de mi mano. Conozco cada rincón de esa casa ¡y es mi hogar! ¡¡¡Malibu!!!

Ya tengo otra nueva respuesta, ahora tengo que encontrar la pregunta que me lleve a ella, os aseguro que me produce sorpresa, me divierte. Es un misterio como conseguiré llegar hasta Malibu. La suerte es que ahora Sebastopol esta más cerca, y curiosamente, en estos tiempos, se regalan preguntas. Mas pronto que tarde os enviare postales desde mi ventana en esa maravillosa casa de Malibu.

Un sueño es la respuesta a una pregunta que aún no hemos aprendido a realizar.
Abro los ojos y sueño.


jueves, 20 de agosto de 2015

ENSIMISMARSE

"Dicen que cuando ves al halcón emprender el vuelo, comienza en rito".

No sé a que rito se refieren.

Al mirar al cielo, descubrí al halcón cuando ya estaba volando, planeaba sobre mí. No llegue a verle emprender su vuelo, así pues no seré espectadora de ese rito que desconozco. Las gentes en este pueblo hablan de una manera extraña. Comparan, siempre comparan, y se expresan con metáforas que no comprendo.

Mi mochila pesaba demasiado, lo supe desde el primer momento. Pero no fui capaz de distinguir lo importante de lo secundario, lo que verdaderamente necesito, de aquello que me gusta mirar. Fue el peso de la mochila lo que hizo que me decidiera a seguir aquella señal. A la derecha 15 Km, a la izquierda 25. La decisión es sencilla cuando el peso te abruma. Eliges el camino corto. Así lo hice yo. "Lo que uno pisa no es lo que no se le queda pegado al zapato" eso fue lo primero que escuche. La señora estaba sentada a la puerta de su casa y al verme llegar me grito esa frase. Yo me reí, como no. Pero la siguiente ya no me hizo tanta gracia, ni lo hizo la siguiente... ni la siguiente. Me senté para llamar a Elisa, sabía que a ella esta historia le fascinaría, pero entonces aquel hombre comenzó a hablar de los halcones y del rito. Yo no puede verle emprender el vuelo, pero lo cierto, es que al verle planear sobre mi cabeza, la imagen se ralentizó como en las películas, el cielo se volvió mucho más azul y el halcón acarició el aire que descansaba sobre mi cabeza. Supe que estaba a punto de pasar algo, que no ocurrió. Tan solo estuve en ese lugar una horas, decidí continuar caminando. "Si miras atrás, lo que veas, se te pondrá delante", esa fue la última frase que escuche antes de salir de ese pueblo. Si hubiera estado con Elisa, seguro, muy seguro, que habría vuelto la vista atrás, pero estaba yo sola y no me atreví.

Se que el relato es extraño, tan extraño como lo que viví en ese tiempo, un tiempo, en el que a veces, no somos capaces de comprender absolutamente nada de lo que nos rodea. Parece que ocurre en tan solo un instante, pero os aseguro, que allá donde se produce es toda una eternidad donde tiene cabida absolutamente todo.

Olvidé anotar el nombre de pueblo, porque curiosamente, no lo leí ni al llegar, ni lo leí al marcharme.

Ensimismarse, ¿A que va a ser eso?

jueves, 30 de abril de 2015

SOBRE LA LUZ



Cuando era pequeña no podía dormir con la luz apagada. Mi madre tenía que dejar una pequeña luz encendida. Ella insistía en que no era necesario porque mis ojos eran mágicos, y si necesitaba levantarme por la noche, ellos se encenderían como linternas y me iluminarían el camino. Yo la escuchaba atenta, atenta… pero dudosa. ¿Sería cierto? Una noche mi madre apago esa luz. Me desperté y no pude ver nada, era como si no existiera. Mi cabeza se llenó de ideas… raras. Todo estaba tan oscuro que dude de que en realidad hubiera abierto los ojos. Mi hermana dormía a mi lado, pero no podía escucharla. Nada. Entonces recordé lo que me mi madre me decía siempre; Tus ojos se encenderán como linternas y te llevaran a donde quieras ir. Y yo lo intente, lo intenté con la fe ciega que tienen los niños, pero no conseguí ver nada. Entonces me di cuenta de donde estaba el problema; ¡Había olvidado preguntarle a mi madre como se encendía mis ojos en la oscuridad! No debía olvidarme de hacer esa pregunta a mi madre, era realmente importante. Pero el día llego, y con él la luz, y lo olvidé, con siete años, lo olvide. Pero llegaron los doce, y cansada de intentarlo cada noche, hice esa pregunta, y fue mi madre entonces, la que se olvidó de darme la respuesta. Ella se marchó.

Hoy, soy yo la que deja una pequeña luz en la noche, y no lo hago para que mi hija pueda ver en la oscuridad, lo hago por mí. La llevo de la manita y me doy cuenta de que estando juntas, yo he caminado por un sendero de noche, mientras ella lo hacía por un sendero de día, con un sol intenso y radiante. En la noche y en el día, y aun así siempre vamos juntas. Y lo entendí. Cuando llega el momento, no son los ojos los que se encienden como linternas mágicas, sino la oscuridad la que te deja ver el camino.

Esta noche voy a apagar la luz.

viernes, 9 de enero de 2015

UNO DE ESOS DÍAS.

Cuando se levantó aquella mañana, al principio, cuando observo salir el sol, y sacudió el pequeño árbol, ese que aún no era capaz de dejar caer el rocío, entonces, no se dio cuenta. Cerró la verja blanca al salir de casa y emprendió el camino cuesta abajo. Se preguntó porque siempre elegía esa opción si era el camino más largo. Se contestó inmediatamente, como si la respuesta se sintiera ofendida por la pregunta; simplemente porque es el más cómodo. Podía ver a cada uno de sus vecinos saliendo a la calle, al viejo sentado en el suelo cosiendo una red, al gran hombre rubio preparando los aparejos para salir a pescar, a los niños que corrían hacia la escuela…podía ver su imagen reflejada en cada cristal de cada tienda, podía ver todas y cada una de las cosas que cada mañana veía, y no se dio cuenta. Llego entonces al bosque. Tenía que atravesarlo y llegar al final, allí donde el lienzo se escondía. Ese lienzo limpio y vacío. El lienzo que le esperaba cada mañana. Pero no estaba. Recorrió la línea en la que debía estar suspendido, pero hoy solo era una línea imaginaria. No estaba. Y fue entonces cuando se dio cuenta de lo poco que importaba. Hoy desde la salida del sol nada le había importado. No había sentido nada. No sentía nada, ahora. Entonces se dio cuenta de que había perdido su corazón. Instintivamente se llevó la mano pecho y no encontró nada. ¿Cómo era posible? Ni siquiera ese descubrimiento le producía ninguna sensación. La nada, paz… ¿paz? Sensación de vacío. Volvió entonces sobre sus pasos. Ta vez, esta mañana, al sacudir el pequeño árbol no había sido rocío lo que habían dejado caer. Poco importaba, tarde o temprano, su corazón volvería. Hoy, solo eso… nada.
Seguramente se pondrá a llover.

domingo, 4 de enero de 2015

HOMBRES Y MUJERES

Cuando era una adolescente me sorprendía que todo se redujese a la cuestión de hombres y mujeres. Las chicas preocupadas por gustarles a los chicos y los chicos preocupados por gustarles a las chicas. Yo no. Lo presenciaba con asombro ¡Hay algo más! ¿Todo se reduce a esto? A mí me interesaba otra cosa: Como hacer realidad un sueño. Un sueño es la respuesta a una pregunta que aún no hemos aprendido a formular. Yo tenía esa respuesta y lo que me interesaba, lo que ocupaba mi tiempo, era formular la pregunta a la que mi respuesta correspondía. Sabía que al hacerlo… el sueño se haría realidad. Desde los 14 años el asunto de hombres y mujeres me ha asombrado y me ha cansado. Hubo un tiempo en que me sentí ambas cosas a la vez. Parece ser el centro de todo, me decía a misma. Hombres… mujeres…Necesitamos tener un espectador de primera fila para nuestra vida. Sino parece que es anónima y que no tiene interés. Desde los 14 he querido ser ese espectador de primera fila en mi propia vida. No necesitar la mirada ajena para sentir que Soy ¡siendo actriz, la cosa tiene gracia! ¿No? Me sigue cansando… hombres y mujeres emparejados la mayoría de las veces sin saber muy bien porque. He vivido en pareja y he sido feliz. Ahora no la tengo y la niña de 14 años que fui no se cansa de repetirme cada día, que la vida es algo más que ese lío de hombres y mujeres. La vida es cuestión de amor, y no siempre está relacionado con ese dúo. Tengo nuevas respuestas, y en este tiempo de grandeza ya no voy a buscar las preguntas para poder hacer realidad lo que sueño. Tengo que decirle a la niña de 14 años que he aprendido a hacerlo de otra manera. Una manera más simple, más rápida y sorprendentemente mágica.