martes, 15 de diciembre de 2015

Ahinoda


Hacía apenas unos días que Ahinoda había celebrado su cumpleaños. Hubo una hermosa fiesta en su reino. El palacio fue engalanado con flores y los habitantes habían sido obsequiados con vinos y frutas. Ése había sido el preciado regalo de su padre.

Ahinoda se había criado en un bello y gran espacio de luz y colores, siempre acompañada por su padre y los escasos habitantes del palacio. Había sido feliz y nunca había preguntado por la ausencia de su madre. No la recordaba y por lo tanto no la añoraba, hasta hace apenas unos días... curiosamente. El día de su cumpleaños, su padre quiso regalarle la historia de esa ausencia, una historia nunca reclamada por ella. Su madre era un nombre vacío, con un rostro plano en un camafeo y un mechón de cabello. Eso era su madre para ella, una imagen muda, y estaba bien así. Su padre en cambio, quería regalársela de otra manera. Era más importante para él que para ella. El había amado mucho a su esposa, Ahinoda simplemente lo había hecho desde el recuerdo que él le transmitía. Nunca le había faltado amor, y como conocía la calidad de ese amor eterno e incondicional, que desde que era muy pequeña, su padre le decía que le había tenido su madre, Ahinoda contestaba que ése era también el amor de un padre, que lo tenía, que ya disfrutaba. Se inquietaba por él, y por darle paz escuchó el regalo. Fue un regalo de voz rota y triste, proveniente de un rostro cansado y mayor. Un regalo de ojos oscuros que se vuelven atrás en el tiempo, se pierden en ese camino. Fue un regalo que le hizo perder la serenidad de la costumbre en su vida.

El día más caluroso del verano, cuando se había recuperado del peso de un nuevo año más, Ahinoda cubrió su cuerpo y su pelo con un brillante y suave vestido color niebla y descalza salió del palacio. Su padre nunca la había visto tan hermosa. Ahora ya era una mujer. Descubrirla así le hizo plenamente feliz. Aunque después nunca más volvió a verla.

Contó su padre cosas extraordinarias llenas de desconcierto. Relatos que no configuraban imágenes en su cabeza. Palabras nuevas venidas de un mundo extraño. Si no hubiera conocido bien a su padre, habría pensado que estaba perdiendo el juicio. Pero sabía que no era así. Sabía que era verdad. Una verdad alejada de todo lo que le había sido enseñado. Ahora su madre aparecía ante sus ojos como un ser inaccesible, escapado para siempre del tesoro de su camafeo. Había desaparecido esta vez para siempre. Ni siquiera en el recuerdo y en el amor de su padre pudo volver a encontrarla. Se le perdió de su vida y se convirtió en una obsesión. Su madre añoró siempre experiencias y sentimientos de mundos lejanos. Su padre supo siempre que soñaba con salir. Pero ignoraba de dónde.


Paseos, largos paseos siempre en círculo alrededor del palacio. Alejándose progresivamente para después regresar. El tiempo de la espera de la llegada lo había vivido caminando en círculo. Siempre fue feliz. No eran paseos angustiosos sino serenos, de encuentro, seguros. Una noche antes del parto, su madre confesó al rey que tendría que dejarle porque ya sabía dónde estaba la salida. Que partiría feliz, inevitablemente. Como feliz debía quedar él tras su marcha. Existía un lugar al que tenía que llegar aunque nadie lograra entenderlo nunca. Le dijo que su hija la encontraría algún día. Que el rey era el origen que haría posible la marcha y que por eso lo amaba. Lo ama profundamente y lo amaría a través del tiempo.

Al nacer ella, tal y como había dicho, desapareció. Su padre se sumió entonces en una profunda tristeza. Llegó a pensar, que quizá al ver a su pequeña hija no se marcharía. Nunca supo quién había sido la reina. La nodriza cuidaba de Ahinoda. El rey pasaba los días y las noches recorriendo los senderos tan queridos y visitados por la reina, intentando comprender lo ocurrido y hallar esa salida que conducía a otros reinos. Pero siempre encontraba los mismos, aquellos que conocía desde niño. No encontraba sentido al caminar en círculo bordeando el lago que rodeaba el palacio. Esa imagen del paseo circular de su mujer día tras día, se le había posado en la mirada como único paisaje posible. Enloquecía intentando descifrar el misterio. Recorrió el reino buscando a su reina, pero nunca la halló. Vencido, regresó al palacio con la certeza de abandonar la estéril búsqueda, y fue ese mismo día cuando la pequeña, al verle llegar, pronunció su nombre por primera vez. Entonces volvió a sonreír. Vivía feliz para hacerla feliz a ella. El sentido de su vida era acompañar a su pequeña hasta cierto día que esperaba fuese muy lejano. Deseaba ser muy mayor para poder reunirse con ellas de la única forma que podía hacerlo. Cuando Ahinoda se convirtió en una mujer, él le entregó su legado y así comenzó la cuenta atrás.

Acostumbraba Ahinoda a salir del palacio casi todos los días. Su reino era extenso. Muchos súbditos de su padre formaban parte de él. El rey se reunía con sus caballeros pero Ahinoda no los había visto. Quizá las gentes vivieran muy alejadas del palacio y ella no hubiera caminado lo suficiente para encontrarlas. Solo convivía con la corte de su padre, sus sirvientes que hacían fácil su vida. Y se preguntaba dónde estaba el resto de la vida del reino. Hasta entonces no sintió nunca curiosidad.

Un día más Ahinoda salió. Rodeaba el castillo un tranquilo lago de aguas claras y transparentes. Siete puentes permitían el acceso a su casa. Cada uno de ellos diferente al otro. Como si el maestro constructor hubiera querido reflejar en los accesos a su hogar todos los accesos del mundo. Al borde del lago, una amplia extensión verde, con flores de color amarillo y después, el bosque. Eligió para cruzar el lago el sencillo puente de madera, que desde el exterior conducía a la parte del palacio donde pasó su infancia. Al llegar al final, se descalzó y sintió en sus pies el frescor de la hierba. Avanzó solo unos pasos y se volvió. Su palacio parecía surgir del centro del lago. Una inmensa y orgullosa columna de agua. Color agua para las torres transparentes. Una gran gota de agua elevada hacia el cielo que danzaba sutilmente con el viento para convertirse en la imagen de un antiguo y hermoso palacio. Ese era su hogar. Ahí estaba su vida. A medida que se alejaba retrocediendo, observaba cómo el palacio reflejaba los alrededores, carente de existencia propia, de vida interior. Reflejaba, como lo hacían las aguas del lago. Con la distancia llegaba a desaparecer formando parte de la superficie del agua, reflejando el cielo, el verde y los árboles. Desaparecía tragado por el apacible lago. Sumergido. Solo imágenes del exterior en el agua. Sintió pánico al pensar que fuera real la pérdida de su mundo, absorbido por las aguas. Comenzó a caminar en círculo, rodeando el lago. Siempre era igual, sobre la superficie del agua, el reflejo de los alrededores. No estaba, no existía. Su palacio no aparecía ante sus ojos si se alejaba lo suficiente. Ahinoda comenzó a correr y, a medida que se acercaba, el palacio emergía de las aguas, escupido por ellas como una ofrenda hacia el cielo. Se diferenciaba del lago con vida propia, se hacía real. Frenó en seco, esa era la distancia de la existencia. Un paso adelante y reafirmaba su vida, un paso atrás y la perdía. Aquello perturbó mucho a Ahinoda. Tendría que hablar con su padre. Pensaba que los habitantes del reino no se acercaban lo suficiente al lago para poder verlos, quizá por esto nunca nadie venía a visitarlos. Solo veían las aguas del lago. Tenían que avanzar por la hierba hasta la orilla misma del agua para poder encontrarlos. No entendía cómo su padre, con sus múltiples salidas, no se había dado cuenta. Al contarle su inquietante descubrimiento, su padre se limitó a sonreír. La despreocupación del rey hacía que Ahinoda se preocupara aún más.

Cada día se alejaba más y comprobaba con la distancia, su inexistencia y la belleza de la magia que ello suponía. El palacio desaparecía y sólo el lago quedaba Engullía a sus habitantes, esto hacía que se sintiera sola y temiese por la vida de los que permanecían dentro. Desde el palacio su padre observaba la triste danza circular que ya había visto hacer a su mujer y que ahora repetía su hija. Ahinoda había llegado hasta el bosque, pero seguía sin encontrar respuestas. A veces pensaba que formaba parte de un sueño soñado por ella. Estaba desconcertada. Tan desconcertada como años atrás lo había estado su madre.

¿Dónde estaba la vida? Su padre le decía que allí donde estuviera ella. Pero Ahinoda seguía sin encontrarla. Obsesionada por la desaparición de su pequeña parte de realidad en esas aguas serenas y amables que la habían protegido toda su vida, paseaba en círculo día tras día alrededor del lago. Medía sus pasos para calcular la distancia de la presencia y la ausencia. De la belleza de su casa, del sereno reflejo del palacio, de la generosidad con la que le reflejaba todo aquello que la rodeaba y le hacía a la vez real e inexistente. Tanta generosidad que se perdía a sí mismo para dar vida a todo aquello que se miraba en él. Eso a Ahinoda le hacía llorar. Se preguntaba si el cometido de la existencia de su padre, el rey, era convertir en realidad el otro mundo. El mundo del silencio. Si era así, su padre, sus caballeros y sirvientes se convertían en la más hermosa muestra de amor que Ahinoda vería nunca, y ella formaba parte de esa magia para el mundo real. Lloraba y añoraba a las gentes que permanecían al otro lado. ¿Dónde? Aquellos que existían porque se reflejaban en las paredes de su vida.

Durante un tiempo amó y admiró a su padre mucho más que antes. Pero después comenzó a sentir deseos de pasar al otro lado. No sabía cómo. En el legado de la historia de su madre no encontraba la respuesta. El bosque era interminable a sus pasos. Conocía el palacio palmo a palmo, no había puerta que ella no hubiera abierto. ¿Por dónde saldría su madre? Si es que lo había hecho realmente.

Ese día, Ahinoda salió sin mirar atrás. Lo hizo por el puente más hermoso, el del rey. Descalzó sus pies y avanzó. Sentía cómo el lago abrazaba su casa, la transparencia que poco a poco envolvía su mundo, las fuertes paredes de piedra convertidas en agua. Sentía la emoción de esa pérdida temporal. El sol y el cielo en las altas torres, los árboles en sus paredes, las flores amarillas cubriendo los puentes. Ahinoda se dio la vuelta y volvió a sentir el familiar pánico de haberse perdido para siempre sin saber hacía dónde debía encaminarse. Se levantó un ligero viento. Su corazón latía en su garganta. Su pelo cubría sus ojos y el vestido se enroscaba en sus piernas. Comenzó a correr con un miedo terrible, pero con decisión, una vez hubo llegado a la orilla del lago, sin dudar un momento, con un vigoroso salto, se sumergió en sus aguas desapareciendo para siempre. Despreocupado el lago, recuperó su serenidad y belleza. La transparencia de sus aguas dejaba ver el fondo y sin embargo nunca más volvió a verse a Ahinoda.

Llegué a ese pueblo porque me perdí. Era un pueblo tranquilo de gentes sencillas. Un muchacho me acompañó al bosque. Un bosque lleno de luz y agua. Me descubrió un prado verde lleno de flores de color amarillo y en su centro un hermoso lago redondo, tan hermoso, que me hizo sentir una emoción lejana. Aguas claras y risueñas que reflejaban la belleza de aquello que las rodeaba. El muchacho me enseñó las ruinas de un antiguo puente a la orilla. Sobre una de esas piedras ambos nos sentamos. Apenas me hablaba, parecía poseer un secreto inalcanzable e incomparable con los misterios que una mujer de ciudad como yo podía conocer. Nada podía superarlo. Con su mano, me indicó que mirase a la superficie del lago.

Por un instante, sólo un segundo, una cinta de color verde intenso surcó la superficie en un zigzag rápido y vital, desapareciendo inmediatamente y dejando una onda suave en la superficie del agua. El muchacho me dijo que era Ahinoda. Esa cinta verde que saludaba al viajero desde las profundidades del lago, acariciando la orilla, formando un saludo tierno y mojado, era Ahinoda que sonreía a la vida por haber encontrado la puerta que conducía a las gentes de su reino. Al otro lado.

La vi muchas veces. Sentí la fuerza y la alegría de su saludo. Sentí, como todos los habitantes del pueblo, la nobleza del gesto de Ahinoda. Y la de su padre, y la de su madre.

Reposé con ella muchas tardes. Intentaba tocar su rápida y fugaz presencia. Solo una vez se enredó entre mis dedos. Sentí el poder de su historia, de sus vidas. Reconocí la presencia de su tiempo. Subí a una pequeña barcaza y me propuse encontrar la distancia precisa para volver a hacer real el tiempo de Ahinoda. Hacer real su palacio. Si hacía esto, quizás la obligase a regresar al interior. No lo logré. Volví a la orilla y me di un baño. Una hermosa danza de cintas verdes rodeaba mi cuerpo. También yo, mañana regresaría a mi casa.

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