sábado, 26 de diciembre de 2015

ISABEL. ATURULLADA.

La verdad… empiezo a estar perdida con esta palabra.
La escucho, constantemente. La pronuncio, incluso la siento, pero ahora, con más años, no encuentro la definición perfecta para ella. La he perdido.
Viví de verdad y resulto ser una verdad a medias, por no llamarla mentira.
Soñé de verdad y al despertar esa verdad se esfumó.
Sentí de verdad y al volver una esquina ese sentimiento se me quedo enganchado en ella y lo perdí.
Unos me dicen la suya, que no coincide con la de otros, ni con la mía.
Cuantos más paisajes miro más verdades encuentro, distintas y opuestas. Gentes que las defienden por encima de otras que no comparten, y entonces yo me aturullo, y me pierdo, y no se ya cuál es la verdad “verdadera”.
Pienso, analizo y me equivoco. Ya dudo de mi criterio.
Siento y también me equivoco. No sé si de esto dudo.
Quizá el gran error es intentar encontrar esa palabra pura y virgen. Esa verdad que nos aúne, que nos ayude a que todos podamos entendernos. Quizá ese sea el error que cometo. Buscar una palabra con mil definiciones para tratar de encajarla en un solo lugar.
Una palabra con tantas definiciones como voces la pronuncian.
Hoy estoy en un día extraño, donde dudo de casi todo, un día en el que pongo oídos a todas las voces y no me quedo con ninguna. Un día en el que respeto todas esas verdades pero me encojo de hombros y me marcho. Un día en el que dudo…Existen muchas realidades, las que se ven y las que no. Las que se viven y las que se sueñan. Las tuyas y las del otro. Demasiado barullo.
Hoy en verdad, la única verdad tengo, es que la encuentro en todas partes, de maneras tan distintas, que prefiero no pronunciar esa palabra, y lo digo de verdad….

martes, 15 de diciembre de 2015

Ahinoda


Hacía apenas unos días que Ahinoda había celebrado su cumpleaños. Hubo una hermosa fiesta en su reino. El palacio fue engalanado con flores y los habitantes habían sido obsequiados con vinos y frutas. Ése había sido el preciado regalo de su padre.

Ahinoda se había criado en un bello y gran espacio de luz y colores, siempre acompañada por su padre y los escasos habitantes del palacio. Había sido feliz y nunca había preguntado por la ausencia de su madre. No la recordaba y por lo tanto no la añoraba, hasta hace apenas unos días... curiosamente. El día de su cumpleaños, su padre quiso regalarle la historia de esa ausencia, una historia nunca reclamada por ella. Su madre era un nombre vacío, con un rostro plano en un camafeo y un mechón de cabello. Eso era su madre para ella, una imagen muda, y estaba bien así. Su padre en cambio, quería regalársela de otra manera. Era más importante para él que para ella. El había amado mucho a su esposa, Ahinoda simplemente lo había hecho desde el recuerdo que él le transmitía. Nunca le había faltado amor, y como conocía la calidad de ese amor eterno e incondicional, que desde que era muy pequeña, su padre le decía que le había tenido su madre, Ahinoda contestaba que ése era también el amor de un padre, que lo tenía, que ya disfrutaba. Se inquietaba por él, y por darle paz escuchó el regalo. Fue un regalo de voz rota y triste, proveniente de un rostro cansado y mayor. Un regalo de ojos oscuros que se vuelven atrás en el tiempo, se pierden en ese camino. Fue un regalo que le hizo perder la serenidad de la costumbre en su vida.

El día más caluroso del verano, cuando se había recuperado del peso de un nuevo año más, Ahinoda cubrió su cuerpo y su pelo con un brillante y suave vestido color niebla y descalza salió del palacio. Su padre nunca la había visto tan hermosa. Ahora ya era una mujer. Descubrirla así le hizo plenamente feliz. Aunque después nunca más volvió a verla.

Contó su padre cosas extraordinarias llenas de desconcierto. Relatos que no configuraban imágenes en su cabeza. Palabras nuevas venidas de un mundo extraño. Si no hubiera conocido bien a su padre, habría pensado que estaba perdiendo el juicio. Pero sabía que no era así. Sabía que era verdad. Una verdad alejada de todo lo que le había sido enseñado. Ahora su madre aparecía ante sus ojos como un ser inaccesible, escapado para siempre del tesoro de su camafeo. Había desaparecido esta vez para siempre. Ni siquiera en el recuerdo y en el amor de su padre pudo volver a encontrarla. Se le perdió de su vida y se convirtió en una obsesión. Su madre añoró siempre experiencias y sentimientos de mundos lejanos. Su padre supo siempre que soñaba con salir. Pero ignoraba de dónde.


Paseos, largos paseos siempre en círculo alrededor del palacio. Alejándose progresivamente para después regresar. El tiempo de la espera de la llegada lo había vivido caminando en círculo. Siempre fue feliz. No eran paseos angustiosos sino serenos, de encuentro, seguros. Una noche antes del parto, su madre confesó al rey que tendría que dejarle porque ya sabía dónde estaba la salida. Que partiría feliz, inevitablemente. Como feliz debía quedar él tras su marcha. Existía un lugar al que tenía que llegar aunque nadie lograra entenderlo nunca. Le dijo que su hija la encontraría algún día. Que el rey era el origen que haría posible la marcha y que por eso lo amaba. Lo ama profundamente y lo amaría a través del tiempo.

Al nacer ella, tal y como había dicho, desapareció. Su padre se sumió entonces en una profunda tristeza. Llegó a pensar, que quizá al ver a su pequeña hija no se marcharía. Nunca supo quién había sido la reina. La nodriza cuidaba de Ahinoda. El rey pasaba los días y las noches recorriendo los senderos tan queridos y visitados por la reina, intentando comprender lo ocurrido y hallar esa salida que conducía a otros reinos. Pero siempre encontraba los mismos, aquellos que conocía desde niño. No encontraba sentido al caminar en círculo bordeando el lago que rodeaba el palacio. Esa imagen del paseo circular de su mujer día tras día, se le había posado en la mirada como único paisaje posible. Enloquecía intentando descifrar el misterio. Recorrió el reino buscando a su reina, pero nunca la halló. Vencido, regresó al palacio con la certeza de abandonar la estéril búsqueda, y fue ese mismo día cuando la pequeña, al verle llegar, pronunció su nombre por primera vez. Entonces volvió a sonreír. Vivía feliz para hacerla feliz a ella. El sentido de su vida era acompañar a su pequeña hasta cierto día que esperaba fuese muy lejano. Deseaba ser muy mayor para poder reunirse con ellas de la única forma que podía hacerlo. Cuando Ahinoda se convirtió en una mujer, él le entregó su legado y así comenzó la cuenta atrás.

Acostumbraba Ahinoda a salir del palacio casi todos los días. Su reino era extenso. Muchos súbditos de su padre formaban parte de él. El rey se reunía con sus caballeros pero Ahinoda no los había visto. Quizá las gentes vivieran muy alejadas del palacio y ella no hubiera caminado lo suficiente para encontrarlas. Solo convivía con la corte de su padre, sus sirvientes que hacían fácil su vida. Y se preguntaba dónde estaba el resto de la vida del reino. Hasta entonces no sintió nunca curiosidad.

Un día más Ahinoda salió. Rodeaba el castillo un tranquilo lago de aguas claras y transparentes. Siete puentes permitían el acceso a su casa. Cada uno de ellos diferente al otro. Como si el maestro constructor hubiera querido reflejar en los accesos a su hogar todos los accesos del mundo. Al borde del lago, una amplia extensión verde, con flores de color amarillo y después, el bosque. Eligió para cruzar el lago el sencillo puente de madera, que desde el exterior conducía a la parte del palacio donde pasó su infancia. Al llegar al final, se descalzó y sintió en sus pies el frescor de la hierba. Avanzó solo unos pasos y se volvió. Su palacio parecía surgir del centro del lago. Una inmensa y orgullosa columna de agua. Color agua para las torres transparentes. Una gran gota de agua elevada hacia el cielo que danzaba sutilmente con el viento para convertirse en la imagen de un antiguo y hermoso palacio. Ese era su hogar. Ahí estaba su vida. A medida que se alejaba retrocediendo, observaba cómo el palacio reflejaba los alrededores, carente de existencia propia, de vida interior. Reflejaba, como lo hacían las aguas del lago. Con la distancia llegaba a desaparecer formando parte de la superficie del agua, reflejando el cielo, el verde y los árboles. Desaparecía tragado por el apacible lago. Sumergido. Solo imágenes del exterior en el agua. Sintió pánico al pensar que fuera real la pérdida de su mundo, absorbido por las aguas. Comenzó a caminar en círculo, rodeando el lago. Siempre era igual, sobre la superficie del agua, el reflejo de los alrededores. No estaba, no existía. Su palacio no aparecía ante sus ojos si se alejaba lo suficiente. Ahinoda comenzó a correr y, a medida que se acercaba, el palacio emergía de las aguas, escupido por ellas como una ofrenda hacia el cielo. Se diferenciaba del lago con vida propia, se hacía real. Frenó en seco, esa era la distancia de la existencia. Un paso adelante y reafirmaba su vida, un paso atrás y la perdía. Aquello perturbó mucho a Ahinoda. Tendría que hablar con su padre. Pensaba que los habitantes del reino no se acercaban lo suficiente al lago para poder verlos, quizá por esto nunca nadie venía a visitarlos. Solo veían las aguas del lago. Tenían que avanzar por la hierba hasta la orilla misma del agua para poder encontrarlos. No entendía cómo su padre, con sus múltiples salidas, no se había dado cuenta. Al contarle su inquietante descubrimiento, su padre se limitó a sonreír. La despreocupación del rey hacía que Ahinoda se preocupara aún más.

Cada día se alejaba más y comprobaba con la distancia, su inexistencia y la belleza de la magia que ello suponía. El palacio desaparecía y sólo el lago quedaba Engullía a sus habitantes, esto hacía que se sintiera sola y temiese por la vida de los que permanecían dentro. Desde el palacio su padre observaba la triste danza circular que ya había visto hacer a su mujer y que ahora repetía su hija. Ahinoda había llegado hasta el bosque, pero seguía sin encontrar respuestas. A veces pensaba que formaba parte de un sueño soñado por ella. Estaba desconcertada. Tan desconcertada como años atrás lo había estado su madre.

¿Dónde estaba la vida? Su padre le decía que allí donde estuviera ella. Pero Ahinoda seguía sin encontrarla. Obsesionada por la desaparición de su pequeña parte de realidad en esas aguas serenas y amables que la habían protegido toda su vida, paseaba en círculo día tras día alrededor del lago. Medía sus pasos para calcular la distancia de la presencia y la ausencia. De la belleza de su casa, del sereno reflejo del palacio, de la generosidad con la que le reflejaba todo aquello que la rodeaba y le hacía a la vez real e inexistente. Tanta generosidad que se perdía a sí mismo para dar vida a todo aquello que se miraba en él. Eso a Ahinoda le hacía llorar. Se preguntaba si el cometido de la existencia de su padre, el rey, era convertir en realidad el otro mundo. El mundo del silencio. Si era así, su padre, sus caballeros y sirvientes se convertían en la más hermosa muestra de amor que Ahinoda vería nunca, y ella formaba parte de esa magia para el mundo real. Lloraba y añoraba a las gentes que permanecían al otro lado. ¿Dónde? Aquellos que existían porque se reflejaban en las paredes de su vida.

Durante un tiempo amó y admiró a su padre mucho más que antes. Pero después comenzó a sentir deseos de pasar al otro lado. No sabía cómo. En el legado de la historia de su madre no encontraba la respuesta. El bosque era interminable a sus pasos. Conocía el palacio palmo a palmo, no había puerta que ella no hubiera abierto. ¿Por dónde saldría su madre? Si es que lo había hecho realmente.

Ese día, Ahinoda salió sin mirar atrás. Lo hizo por el puente más hermoso, el del rey. Descalzó sus pies y avanzó. Sentía cómo el lago abrazaba su casa, la transparencia que poco a poco envolvía su mundo, las fuertes paredes de piedra convertidas en agua. Sentía la emoción de esa pérdida temporal. El sol y el cielo en las altas torres, los árboles en sus paredes, las flores amarillas cubriendo los puentes. Ahinoda se dio la vuelta y volvió a sentir el familiar pánico de haberse perdido para siempre sin saber hacía dónde debía encaminarse. Se levantó un ligero viento. Su corazón latía en su garganta. Su pelo cubría sus ojos y el vestido se enroscaba en sus piernas. Comenzó a correr con un miedo terrible, pero con decisión, una vez hubo llegado a la orilla del lago, sin dudar un momento, con un vigoroso salto, se sumergió en sus aguas desapareciendo para siempre. Despreocupado el lago, recuperó su serenidad y belleza. La transparencia de sus aguas dejaba ver el fondo y sin embargo nunca más volvió a verse a Ahinoda.

Llegué a ese pueblo porque me perdí. Era un pueblo tranquilo de gentes sencillas. Un muchacho me acompañó al bosque. Un bosque lleno de luz y agua. Me descubrió un prado verde lleno de flores de color amarillo y en su centro un hermoso lago redondo, tan hermoso, que me hizo sentir una emoción lejana. Aguas claras y risueñas que reflejaban la belleza de aquello que las rodeaba. El muchacho me enseñó las ruinas de un antiguo puente a la orilla. Sobre una de esas piedras ambos nos sentamos. Apenas me hablaba, parecía poseer un secreto inalcanzable e incomparable con los misterios que una mujer de ciudad como yo podía conocer. Nada podía superarlo. Con su mano, me indicó que mirase a la superficie del lago.

Por un instante, sólo un segundo, una cinta de color verde intenso surcó la superficie en un zigzag rápido y vital, desapareciendo inmediatamente y dejando una onda suave en la superficie del agua. El muchacho me dijo que era Ahinoda. Esa cinta verde que saludaba al viajero desde las profundidades del lago, acariciando la orilla, formando un saludo tierno y mojado, era Ahinoda que sonreía a la vida por haber encontrado la puerta que conducía a las gentes de su reino. Al otro lado.

La vi muchas veces. Sentí la fuerza y la alegría de su saludo. Sentí, como todos los habitantes del pueblo, la nobleza del gesto de Ahinoda. Y la de su padre, y la de su madre.

Reposé con ella muchas tardes. Intentaba tocar su rápida y fugaz presencia. Solo una vez se enredó entre mis dedos. Sentí el poder de su historia, de sus vidas. Reconocí la presencia de su tiempo. Subí a una pequeña barcaza y me propuse encontrar la distancia precisa para volver a hacer real el tiempo de Ahinoda. Hacer real su palacio. Si hacía esto, quizás la obligase a regresar al interior. No lo logré. Volví a la orilla y me di un baño. Una hermosa danza de cintas verdes rodeaba mi cuerpo. También yo, mañana regresaría a mi casa.

jueves, 10 de diciembre de 2015

ISABEL. AVE NADA


Haberle llamado Nada hubiera desatado la incertidumbre y la duda en la entidad así llamada. No al comienzo de los tiempos, cuando aún todo estaba por definir, cuando las palabras no existían y todo poseía significado pero no nombre, sino con el paso del tiempo cuando la palabra “Nada” definiera también, porque así habría de ser, algo que estaría muy presente en el mundo de la entidad sin ser ella misma; y esto le hubiera confundido. Llamarse nada en los tiempos venideros no habría hecho feliz al hombre. Estoy segura de ello.

Fue después de permanecer escrito sobre la tierra largo tiempo y decidido ya que ése sería su nombre, un nombre vacío que a su vez todo contiene, vacío absoluto que permite la existencia de cualquier cosa, de todas las cosas, de todo lo posible, de todo lo imaginado, lo existente y lo venidero; porque eso sencillamente era el hombre, y por ello habría de llamarse Nada. Así, después de permanecer escrito sobre la tierra y decidido ya que ese sería su nombre, observando los dioses que una vez tras otra el obstinado viento borraba el nombre siempre de izquierda a derecha, primero la a, luego la d, después la a y por último la n, susurrando al tropezar entre sí un extraño y desconocido nombre, decidieron hacer caso al viento y escribirlo así de izquierda a derecha: ADAN. Fue entonces cuando el viento no volvió a borrarlo nunca más. Ese habría de ser el nombre Adán, que seguía siendo nada pero al revés, quizá el hombre no llegara a darse cuenta.

En aquel tiempo, donde pocas cosas estaban definidas, y otras muchas aún no existían, la culminación fue la creación del hombre, vacío y lleno de todo, debía hacerse a sí mismo. Estaba nombrado, ahora solo dependía de él ser quien fuera.

Pasaron los tiempos y el hombre caminó muy poco su tierra. Permanecía apegado a su pequeño mundo, rodeado de tierras extensas que desconocía y que no conseguían despertar su curiosidad. La línea que observaba permanentemente en el espacio al final de su mirada, donde se perdía la tierra, no significaba nada para él. No despertaba en él el misterio que contenía. Los sonidos ajenos que le rodeaban tampoco, parecía aletargado, apenas escuchaba. Vivía pero no parecía llenarse de nada de lo que le rodeaba. Llegaron a pensar que su nombre, antes de ser nombrado por el viento, sí le condicionaba, dificultaba su capacidad para llenarse, para aprender. Estaba dotado de todas las capacidades, pero no parecía descubrirlo. Le faltaba esa chispa que le despertara, si no, tal vez el hombre dejaría pasar su existencia sin comprender apenas nada.

Tenían que regalarle algo mágico, algo diferente a él, absolutamente diferente. Debía poseer desde su origen todo aquello que él desconocía, pero debía resultarle familiar para que pudiera confiar, el hombre necesitaba confiar. No les resultaba fácil crear algo distinto pero semejante. Adán había sido el resultado de su sabiduría y su esfuerzo, ¿cómo igualar esto, o mejorarlo? Los dioses tendrían que trabajar duro. Y a los dioses ya no les gustaba trabajar. La nueva creación tendría que llegar ante él sorprendentemente, aparecer ante sus ojos y sobrecogerle. Debía hacer que su presencia condujese al hombre a querer andar más lejos, recorrer otros lugares, descubrir otros sonidos. Despertar su curiosidad para viajar por su mundo, conocerlo y conocerse. Crecer.

Esta creación era importante y difícil. Era la chispa que haría evolucionar al hombre, la chispa que haría de él lo que él quisiera ser. La creación tendría que ser hermosa y saber siempre un poco más. Un poquito más que Adán. Sabría cómo abrir puertas y despertar preguntas, parecer llena de cosas mágicas y útiles, misteriosa para que él se viera obligado a buscar en ella. Con la evidencia de estar siempre un poquito más allá. Así sería la chispa de la evolución. Así nació Ave.

El aspecto de Ave era muy similar al del hombre. Pero llegaría ante él desde arriba, desde el cielo. Esto haría que el hombre no temiera a esa parte alta de la línea que permanecía, pertinaz, al final de su mirada. Aprendería que hay otras maneras de moverse. Llegaría volando porque podría volar, y su voz al nombrarle, sería el conjunto de todos los sonidos que el hombre ya conocía. Su olor sería el olor de todo aquello que le había rodeado siempre. Estaban seguros de que Ave sería bien recibida por Adán.

Nació pues Ave y llegó con la salida del sol. Pero como había ocurrido con el nombre de Adán, ocurrió con el nombre de Ave. Al escribirlo sobre las nubes, la luz del día se empeñaba en oscurecerlo, llenando los cielos de agua y borrando el nombre de izquierda a derecha. Una vez tras otra, el nombre desapareció ante los ojos de los dioses. El agua arrasaba primero la e, después la v y por fin la a. Decidieron entonces que como habían escuchado la voz del viento nombrando a Adán, lo harían ahora con la voz del agua nombrando a Eva. Y así fue nombrada Eva.

Tener alas era una capacidad inquietante, sentía que provenían directamente del alma de los Dioses. Producían un cosquilleo suave en la nuca y en las rodillas. Tenía alas y siempre supo nombrarlas pero no pudo verlas. Al principio.

Eva nació sentada sobre una base suave y cálida, apoyada su espalda en un vacío firme que le hacia sentirse muy segura. No distinguía entre arriba y abajo pero sí sabía que estaba en la parte alta de la parte baja. No se apreciaba ningún sonido, solo la voz de su pensamiento. Ese silencio la reconfortaba. Un aroma dulce rodeaba su cuerpo y la luz enérgica y colaboradora le mostraba el lugar. Lo primero que pudo recordar de su existencia fue el cosquilleo y al hacerlo presente, escuchó con la voz del pensamiento una palabra: Alas. ¡Quizá ese fuera su nombre! Pero, inmediatamente, el susurro acrecentó el cosquilleo haciéndole saber que alas era el nombre de la sensación, de esa sensación, no el suyo. Tenía alas y podía usarlas. Al preguntarse para que servían las alas, el susurro le contestó que para volar. Ella podía volar, aunque no tenía claro qué significaba esto. Se sentía tranquila, las respuestas aparecían siempre inmediatamente después de las preguntas. Intentó ponerse de pie y fue entonces cuando descubrió el significado de la palabra volar. Un impulso seguro y suave la levantó de la superficie y después volvió a posarla sobre ella, firmemente. Sintió la brisa que levantaba el movimiento en su espalda, intentó descubrirlo pero no pudo ver nada. Solo podía sentirlo, con ellas se levantó y emprendió el camino, ¿pero hacia dónde?

Le sorprendía la capacidad que poseía para responderse a todas las preguntas en el mismo instante en que las formulaba. Apenas se producía una duda, el susurro se la despejaba. Alguien más debía estar allí con ella, hablándole al oído, aunque evidentemente no podía verlo. Todo lo que necesitaba saber estaba a su alcance. No tenía porqué preocuparse. Podía emprender el camino. Él le llevaría a Adán y a su destino, pero debía esperar a ser nombrada para que todo comenzase.

Desde esa altura el espacio era inmenso y parecía vacío, solo lo parecía. Debía mirar hacia abajo pero no olvidar que su origen estaba arriba. No debía olvidarlo. La luz daba paso a la oscuridad y ella podía ver en ambas. Era hermoso haber despertado. Era hermoso llamarse Eva.

Eva llegó una mañana con la luz del sol por el horizonte. Apareció ante los ojos de Adán serenamente. Adán quedó paralizado ante esa extraña visión, no sabia que sentir, en realidad sentía muchas cosas, tantas que le aturdían y no sabía nombrarlas. Eva descendió lentamente. Ella sí sabía, sabía que era el impulso que Adán necesitaba para comenzar a hacerse preguntas, para comenzar a saber, para comenzar a nombrar. Al llegar a tierra permaneció de pie sonriendo. No dio ni un solo paso adelante, no era ella quien debía hacerlo. Adán intuitivamente supo que debía ser él quien llegase al encuentro de esa criatura, se puso en pie, y caminando, se acercó a ella.

Desde entonces, la vida ya nunca fue igual. El universo se complicó mucho para él. Comenzó a sentir muchas cosas y a saber nombrarlas. Sintió miedo, sintió dolor, amor, curiosidad y supo siempre qué nombre darles. Pero por más tiempo que vivió con Eva, nunca supo quién era, ¿por qué había venido a su mundo?, Porque el mundo era suyo. Y Sobre todo por qué ella podía volar y él no. Lleno de gran convencimiento, decidió que muy pronto él sabría más que ella y llegaría más alto. Si ella podía él también. Solo con su presencia, Eva le hacía sentirse capaz de todo.

Aparentemente, los dioses lo habían previsto todo. Pero hasta los dioses parecen estar expuestos a lo imprevisible. Confiaron en Eva, pero subestimaron a Adán. La evolución de él había sido creada por ella, pero Adán no supo reconocer esto. Él aprendió rápido, recorrió el mundo, nombró todo aquello que le rodeó, poseyó su mundo, excepto a Eva. Aprendió a controlar su miedo, cada vez más seguro y más capaz. Se sentía orgulloso y valiente y cada vez iba más lejos olvidándose de Eva, que hacía ya largo tiempo que avivaba el paso para poder seguirle. Aunque no era necesario correr. Eva sabía que Adán debía mirarla para seguir adelante en el camino correcto, sabía también que había dejado de hacerlo y que por mucho tiempo se negaría a ello. Por eso avanzaba serena. Su paso en la tierra era más lento que el de Adán porque sabía que, con solo emprender el vuelo, le dejaría atrás. Ella podía volar y no necesitaba correr. Adán nunca había conseguido hacerlo. Podía, pero su deseo era poder volar para superar a Eva, para dejar de sentirse inferior, así lo vivía él. Eva sabía que si Adán hubiera querido volar para acompañarla, haría mucho tiempo que lo habría conseguido.

Acompañar a Adán era tan fácil como difícil. Eva sabía que ella le inspiraba el amor necesario para su evolución, pero también hacía sentir a Adán sensaciones que no eran puras. Adán, al sentarse para descansar, siempre se colocaba enfrente, nunca lo hacía a su lado. Al caminar lo hacía delante de ella, deseaba correr más y dejarla atrás. Quería superarla. Esto entristecía a Eva. Adán no parecía escuchar las respuestas a las preguntas como ella lo hacia. No llegaba a descubrir el cosquilleo en la nuca y en las rodillas. Adán permanecía en una carrera constante y Eva se limitaba a seguirle. Sentía tristeza por él, no parecía descubrir que nunca podría dejarla atrás, ella le alcanzaría solo con un deseo. Tenía siempre tanta prisa por conseguir, tanta prisa... Esto no era lo previsto por los Dioses. Los Dioses y Eva lo sabían.

Ella regresaba al hogar en las nubes para descansar. Cuando el ruido de Adán era atronador y su carrera frenética, Eva desaparecía en el cielo. Adán no sabía que sentir cuando ella no estaba.

El hombre siguió caminando por la tierra cada vez más rápido, mientras Eva le observaba desde el cielo. Hacía tiempo que Eva se había retirado al cielo para poder pensar. Adán nunca descubrió sus alas ni el sentimiento que era necesario para hacerlas funcionar y, tal vez por un designio ajeno a los dioses, Eva decidió no enseñarle el camino al cielo... de momento.

Muchas veces utilizo el subterráneo para cruzar la calle. Es un subterráneo largo como la raíz de un inmenso árbol de tráfico y asfalto. Su olor no es un olor a tierra sino a gente sin hogar, a bebida y orín. A esta hiriente y familiar mezcla huelen las profundidades de mi ciudad. Siempre espero a que alguien lo cruce conmigo, porque me siento insegura y vulnerable, tristemente insegura con la gente que allí descansa y vulnerable ante su mirada ausente, demasiado cansada para prestarme atención. Es un túnel largo y desconcertante. El hombre no ha conseguido escapar de su nombre originario al menos aquí abajo. Yace envuelto en cartón, en papeles de periódicos, protegido paradójicamente por el día a día, por el paso cotidiano de la vida real, de una vida a la que él no pertenece. Sobre su piel las noticias de hoy, o las de ayer o las de hace meses, vestido por un tiempo que parece haberle olvidado. Un hombre que no existe, que se esconde o es escondido por mí, por todos. Un corazón con la mente adormecida por el paso indolente de los días que no vive. Habita abajo donde habitó en el origen, pero abajo es cada vez más profundo, profundo en línea recta. No sé si esto tiene sentido. Ya no cubre el cielo su cabeza sino la tierra. Avanzo sin apenas mirarle. Casi al llegar al final del subterráneo, de entre un montón de cartones surge y se acerca a mí. Con las manos rotas, me escribe su nombre en la pared metálica: Adán.

Y entonces yo no sé qué siento. Pierdo la prisa por salir a la calle. No hay salida ni a la izquierda ni a la derecha, ni escaleras que me conducen al cielo. Solo hay salida si salgo con él. Miro sus ojos y encuentro una historia.

Yo soy nada, me dice él.