Cuando se acurruca en la esquina con la cabeza entre las
piernas, de poco sirve que des la luz para iluminarle la habitación, porque él seguirá
a oscuras. La oscuridad es una elección propia, eso dice él.
El muchacho de la gorra es un chico muy activo. Va corriendo
a todas partes. Rara vez se sienta, siempre parece tener prisa. Avanza tan rápido
que choca con las cosas antes de que lleguen a él. El va a su encuentro, no
tiene paciencia para esperar a que lleguen. Las descubre, las acecha y las
atrapa. Pero hay veces que se agota, que al mirar hacia delante no ve nada. –Es
el cansancio- Me dice, y entonces decide sentarse y esperar. Solo cuando la línea
del horizonte se llena de sombras el muchacho se lanza hacia delante, pero cuando
esa línea permanece solitaria el muchacho se sienta a descansar.
El lienzo que define nuestra casa es un lienzo grande. En el
puede pintarse todo aquello que se desea. Unos días es el mar el que nos trae
la brisa con olor a sal, y otros el bosque con su olor a campo de verano. Nadie
sabe llegar hasta aquí porque no hay entrada, ni salida, por eso cuando le descubrí
por primera vez sentado en la esquina de mi habitación, agazapado bajo su gorra
me sobresaltó tanto. Él levanto la cabeza, me sonrío, y después volvió a
esconder el rostro entre las rodillas. Paso varios días en ese lugar. Desde
entonces, puedo verle a través del lienzo como si tan sólo una cortina de aire
nos separa. Sé que no es así.
No sirve de nada dar la luz.
La última vez que estuvo aquí puede preguntarle por donde había
entrado.
-Hay una rendija, en vuestro lienzo, hay una rendija,
pero no se lo digas a nadie.
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