martes, 17 de noviembre de 2015

CON LOS DEDOS EN EL CIELO


De puntillas, alargo sus brazos, los extendió tanto como pudo, metió sus dedos entre las nubes, y con la mayor de las delicadezas las aparto, dejando un cielo abierto sobre su cabeza.
Siempre había pensado que el tacto de las nubes seria como el algodón de las ferias, pero no pegajoso. Suave. Pensamiento de niña. Pensó que se deslizaría entre sus dedos y que tendría que tener cuidado para que esas nubes no quedaran enredadas entre ellos. Eso es lo que siempre había pensado.
Cuando amanecía un cielo encapotado y gris, cuando la luz se hacía tenue, y el frío llegaba, la mayoría de los habitantes se sentaba al borde del camino a esperar a que el cielo volviera a ser azul. No importaba el tiempo que hiciera falta, ese tiempo se ocupa en el descanso y en el silencio. Cada uno se miraba los zapatos o las manos por un tiempo indefinido. Así hasta que el viento se llevaba las nubes. Podía ser un tiempo infinito o tan solo un instante, el que ocupa una respiración. Pero aquel día ese cielo lleno de nubes blancas y grises le pesaba sobre la cabeza. Nunca antes había sentido el peso de las nubes, porque se supone que las nubes no pesan. Nunca antes ese peso se había posado sobre ella haciéndola sentir pequeña, sentada en aquella piedra. A penas podía mantenerse erguida, la aplastaba contra el camino de tierra, y la tierra comenzaba a entrar en sus ojos y en su boca. La hacia llorar, le escocían los ojos y las lágrimas, en su boca, mezcladas con el polvo, hacían que apenas pudiera tragar. Respiraba con dificultad. Sintió miedo. Aquello era nuevo. A su lado los demás seguían el eterno ritual de la espera, pero sin embargo ella no era capaz. Apenas podía mantener la mirada limpia. Sus manos presionaban la tierra ayudando a su espalda a mantener un pequeño espacio libre para poder respirar. Solo era un cielo encapotado, tan solo uno más, pero distinto. Distinto. Distinto. Diferente. Y el peso en su cabeza la lleno de ideas. Si era distinto el peso del cielo, distinta habría de ser su reacción. Entonces, despego los dedos de la tierra seca y se levantó. De puntillas, alargo sus brazos, los extendió tanto como pudo, metió sus dedos entre las nubes, y con la mayor de las delicadezas las aparto, dejando un cielo abierto sobre su cabeza. Un cielo azul. Y entonces, solo entonces, alguno de ellos, la miro con extrañeza.
Sintió un cosquilleo en la coronilla y sonrió.

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